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Trail stats

Distance
0.33 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
16 ft
TrailRank 
25
Min elevation
0 ft
Trail type
Loop
Time
10 minutes
Coordinates
96
Uploaded
September 28, 2023
Recorded
September 2023
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near El Grao, Valencia (España)

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Itinerary description

El Grao




Desde la pequeña galería, asomada al sucio patio de luces, se veían las ratas. Eran grandes, oscuras, de largo rabo. A veces se peleaban y daban gritos agudos. Catalina las miraba durante horas y, después, se crispaba, ponía las manos ganchudas y a cuatro patas perseguía a los otros niños. El que más se asustaba era David, cebado, blanco. Huía, tambaleándose, echado hacia adelante, y al final iba a parar al suelo. Su madre, la señora Cleo, acudía corriendo, lo levantaba al aire y con el borde de la falda le limpiaba la cara y los muslos llenos de arrugas de grasa. Catalina seguía chillando y persiguiendo a los demás. Los huéspedes se tropezaban con ella al ir a la cocina o a la ducha y murmuraban protestas o tacos. Catalina era una pequeña rata verde.
A menudo las ratas se convertían en espectáculo. La criada del tercero les echaba un mendrugo de pan y con los codos en la ventana las vigilaba tragando saliva. Si salían más, se excitaba:
—¡Señorita, mire cuántas! ¡Mire cuántas, señorita!
La gente del cuarto piso, familias con derecho a cocina y huéspedes a toda pensión, se asomaba por grupos a la pequeña galería. Había un rato de unión y buena armonía entre ellas, que hacían comentarios, y, a veces, si había pelea, apostaban por alguna de ellas, hasta que la dueña, la señora Eloísa, aparecía con un cubo lleno de agua y lo echaba sobre las ratas y el pan. El estallido del agua las hacía huir y la señora Eloísa reía, abriendo toda su boca y enseñando los dientes puntiagudos y negros.
La criada del tercero y su señora se retiraban a su limpia cocina embaldosada de blanco. Pronto se oía la voz monótona de la chica cantando:
Si la vida del casado
fuera como el primer día
si la vida del casado,
yo también me casaría…
Los huéspedes desplegaban hacia dentro, y en la pensión todo volvía a ser igual: continuaban los gritos de los niños, los lloros, las riñas de los mayores y un chocar de sartenes y platos en la cocina.
La señora Eloísa, después de dejar el cubo, volvía a sentarse en la galería, frente al water, soñadoramente quieta.
La galería estaba frente al comedor. Era el orgullo de la señora Eloísa. Había sido construida con dinero de su bolsillo con objeto de dar una nueva entrada al water y más ventilación a la casa.
—Es que era un asco —explicaba—. Entraba la gente en el water y se dejaba abierto. A nadie le gusta estar comiendo y ver un water, y no había más remedio; todos lo tenían que ver porque la puerta daba enfrente mismo de la mesa… Cuando tuve a los tranviarios a toda pensión fue cuando me decidí. Me ponían nerviosa. Además, escupían en el suelo. Es lo que más asco me da, que escupan…
El piso era grande como un mastodonte huesudo, lleno de pasillos y habitaciones oscuras. La inquilina anterior era una vieja avarienta que alquilaba los cuartos por diez pesetas. La gente dormía amontonada sobre colchones de paja y se hacía la comida en infiernillos de alcohol. Cuando murió la vieja no hubo ni un realquilado que no se hiciera ilusiones de conseguir el piso. Tuvo que intervenir la policía, y el dueño metió allí a la señora Eloísa, a la que, según malas lenguas, debía viejos e inconfesables favores.
La señora Eloísa quemó los colchones en el terrado, pintó las habitaciones e hizo venir a la Desinfección. Después, colgó en la puerta un tablero verde y torcido que decía «Pensión Eloísa». Al poco tiempo pudo comprarse un anillo.
—Lo mejor es comprar joyas. Pase lo que pase, mande quien mande, siempre es dinero.
—Eso es verdad, ¿ve? Si yo no hubiera tenido mi collar de brillantes, mis pulseras y mi reloj, ¿cómo les hubiera dado de comer a mis hijos, estos meses?
La señora Eloísa ponía su cara de envidia y frotaba la gran piedra roja del anillo en el pringoso delantal.
La señora Cleo, inmutable, seguía rezando la gran letanía de sus pasadas glorias a la señora Lola, que sólo hacía dos días que vivía en la pensión:
—Voy a enseñarle la papeleta del «Monte».
Y se metía en su cuarto, agachándose para no tropezar con el dintel de la puerta. Detrás, David y Susana, sus hijos, y la señora Lola.
—En Tánger yo siempre llevaba mis anillos y, cuando salía, me adornaba con los pendientes, las pulseras y el collar… Siete mil pesetas me dieron en el «Monte». Ahora le enseñaré la papeleta.

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