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Trail stats

Distance
0.33 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
16 ft
TrailRank 
25
Min elevation
0 ft
Trail type
Loop
Time
9 minutes
Coordinates
109
Uploaded
May 5, 2024
Recorded
May 2024
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near El Grao, Valencia (España)

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Itinerary description

El Grao

Con un ajustado pantalón de cuero negro, zapatos de tacón de aguja, peluca de color azabache y un maquillaje que una mente timorata habría podido calificar de diabólico, la Boni escudriñaba el rostro de su rival, abotargado y pálido, con las facciones contraídas por la fatiga y el miedo, la piel grasienta y la cabellera desgreñada, y se decía a sí misma: ¡cuántas vueltas da la vida!, y también: ¡lo que va de ayer a hoy!, ¡quién te ha visto y quién te ve!, y otras estupideces similares; pero como tenía buen fondo, aquellas reflexiones, en vez de producirle satisfacción, la movían a lástima, por lo que, motu proprio, acompañó a Irina al baño de mujeres y le ofreció el contenido de su abultado neceser. Por su parte, el jefe envió a Pocorrabo a una cafetería a comprar dos bocadillos, dos zumos de fruta y dos cafés con leche para los detenidos, que no habían comido nada desde el día anterior.
Finalizado el aseo, consumido el desayuno y recobrados en parte el ánimo y las fuerzas, como el taxista todavía no había vuelto, el jefe obsequió a los detenidos con una visita guiada por las distintas dependencias de la oficina, les presentó a los agentes que aún no conocían, les explicó el funcionamiento y la historia de la Organización y les refirió algunos de los casos en los que había intervenido con éxito. A todo ello los detenidos prestaban atención y a todo asentían sin despegar los labios, como si estuvieran ensayando el hermetismo con que se disponían a afrontar el interrogatorio, que dio principio en cuanto llegó el taxista y los agentes fueron convocados y se congregaron en la sala de reuniones para escuchar y, en caso necesario, aportar alguna aclaración, expresar un mentís o formular una pregunta complementaria.
Al interrogatorio propiamente dicho le precedió un debate sobre si aquél había de empezar por el hombre o por la mujer, y a este debate le siguió otro debate para determinar si ser interrogado en primer lugar constituía una discriminación a favor o en contra. La propuesta de echar a suertes el orden de los interrogatorios fue rechazada por considerar que no se podía dejar al azar una cuestión de principios, y lo mismo ocurrió con la propuesta de someter el asunto a votación, dada la inferioridad numérica de las mujeres presentes. Finalmente, como se acercaba la hora del almuerzo, se decidió celebrar los dos interrogatorios simultáneamente y en la misma dependencia. Aun así, el jefe se vio obligado a imponer su arbitrio para empezar el turno de preguntas por el detenido, puesto que era él quien había intentado suplantar a una personalidad pública, como era el Papa de Roma, en tanto que a la detenida, en rigor, no se le podía imputar ningún comportamiento ilícito y, por si aquella razón no era suficiente, el varón parecía el menos inteligente de los dos, con lo que posiblemente sería más fácil extraerle información que luego se podría utilizar en el interrogatorio subsiguiente. A esta decisión le precedió el alegato de la detenida, según el cual la Organización carecía de autoridad para detener, retener e interrogar a nadie, que ni ella ni su pareja habían cometido ningún delito, salvo haber llevado él una indumentaria susceptible de inducir a confusión, por lo cual el hecho de estar ambos allí contra su voluntad podía considerarse legalmente un secuestro. A este alegato el jefe repitió que, de no avenirse a responder a sus preguntas, ella y su pareja serían entregados a la policía con cualquier pretexto, por ejemplo, el de no haber pagado la cantidad que marcaba el taxímetro, y, a partir de aquel momento, la Organización se lavaría las manos respecto de ellos, de modo que más les valía no meterse en camisa de once varas.
A eso de la una y cuarto dio comienzo el interrogatorio.
Preguntado primero el detenido por las razones ya expuestas y también, por ser de quien menos se sabía, dijo éste llamarse Andrepas Turnyp y ser originario de Matarovy, mísera aldea de una región de nombre impronunciable, situada en la frontera entre Rumanía y Moldavia, de donde, según fuentes fidedignas, era originario el conde Drácula, si bien la vecina región de Transilvania se lo atribuía sin razón alguna, y también lugar de procedencia de su compañera, allí presente. Diez años atrás, siendo ambos muy jóvenes, habían abandonado su lugar de origen y se habían trasladado a Barcelona, donde él aspiraba a ser fichado por el club de fútbol del mismo nombre. A la vista de sus habilidades, dicho club lo rechazó amablemente, pero lo recomendaron al Club de Fútbol Palamós y le prometieron seguir atentamente su rendimiento sobre el césped con miras a un posible fichaje en un futuro próximo. Durante tres temporadas Andrepas, con el pseudónimo de Evaristo Tartaruga, militó con orgullo en las filas de un club de gran prestigio y solera, si bien relegado en la actualidad a la categoría regional. Jugó bien, marcó goles y concibió esperanzas hasta que una lesión grave, larga y mal curada las disipó. Lastrado por una leve cojera, se ganó la vida como camarero, auxiliar de cocina y otros trabajos similares, siempre en temporada alta, cuando la afluencia de veraneantes aumentaba la oferta; en temporada baja engrosaba las filas del paro y subsistía gracias a los ingresos sustanciosos de su pareja, cuya profesión era sabida de todos los presentes. Un arreglo de aquellas características habría podido calificarse de deshonorable, cuando no de inmoral, de no ser por las circunstancias particulares del caso: había sido ella quien, en un principio, le había instado a vivir de su talento deportivo y no de un trabajo menos glamuroso pero más seguro, y también había sido ella quien lo decantó por el Barça, entonces uno de los equipos más pujantes de Europa, por no decir del mundo, cuando él habría preferido apostar por un club menos exigente, en concreto, el Borussia Mönchengladbach, un equipo sólido, que habitaba cómodamente la zona media de la clasificación en la Bundesliga. Al margen de estas consideraciones, el desempeño de trabajos tan diversos y flotantes, sumado a los años de fútbol, le habían proporcionado contactos y relaciones con personas de muy variada condición, tanto nativas como foráneas, entre las cuales se contaba un personaje excéntrico que, sin mediar voluntad por su parte, había de jugar un papel decisivo en el planteamiento y desarrollo de sus futuras actividades.
En aquel punto la declaración del detenido se vio interrumpida por un timbrazo. Acudió la Boni a la puerta y al poco regresó a la sala diciendo que un tal Ricardiño, acompañado de un perrito, quería ver a la señora Grassiela. Acudió ésta, y Ricardiño, después de pedir disculpas por su intromisión, entregó el perrito a su dueña: le habían convocado a una entrevista de trabajo y no había juzgado prudente dejar al perrito en casa, con la madre de la señora Grassiela, dada la violenta animadversión que existía entre ellos, y no podía llevar al perrito consigo a la entrevista si quería causar buena impresión. La señora Grassiela, con muestras de resignación, se quedó con el perrito, despidió al fiel marinero y aclaró, cuando aquél se hubo ido, que se había visto obligada a dar a Ricardiño la dirección de la oficina por si surgía algún contratiempo, dado que la cautela le impedía a ella, como al resto, disponer de otros medios de comunicación.
Concluido el incidente, prosiguió Andrepas Turnyp su declaración en el punto en el que la había dejado.
53
Desde hacía algo más de una década se había afincado en Palamós un aristócrata inglés, de apellido Jenkins, hombre de unos cincuenta años de edad, robusta constitución, talante expansivo y cuantiosa fortuna. Pagando a tocateja y sin regatear un euro había comprado una casa moderna, de dos plantas, con jardín, piscina y vista al mar en la urbanización del Club de Golf Can Masclet, algo alejada del núcleo urbano, así como un amarre en el puerto deportivo de Palamós, donde tenía atracado un bonito yate de setenta metros de eslora. Nadie entendía la razón de aquellas dos adquisiciones, porque su propietario no jugaba al golf y apenas salía a navegar, razón por la cual la embarcación no disponía de tripulación fija: su dueño la contrataba para cada singladura. En cambio, utilizaba con cierta frecuencia el yate para dar unas fiestas fastuosas en las que todos los invitados se emborrachaban y algunos se caían por la borda, siendo de inmediato rescatados por la policía de costas. De este modo, míster Jenkins adquirió notoriedad entre los habitantes de la localidad, donde se le conocía por el sobrenombre de Lord Pepito.
La existencia de Lord Pepito discurría por cauces tranquilos y previsibles la mayor parte del año; sólo de cuando en cuando un asunto requería su presencia en Londres o en otro punto del planeta; entonces Lord Pepito se ausentaba por periodos indeterminados, a veces de hasta tres meses, transcurridos los cuales, regresaba a su casa de Can Masclet y daba una fiesta en su yate. Nunca contaba nada sobre estos viajes repentinos, pero a veces insinuaba tener estrechos contactos con el MI5, con el MI6 e incluso con el MI7. Esta última afirmación arrojaba dudas sobre la veracidad de las anteriores.
La descripción de la personalidad y costumbres de este anodino personaje venía a cuento porque, durante varios años, Lord Pepito estuvo contratando a Andrepas Turnyp para que éste se ocupara de la limpieza y mantenimiento del yate, y lo vigilara en su ausencia. De este modo el exfutbolista se había ganado la confianza del alegre millonario. Y como éste, además de alegre, se las daba de licencioso, siempre invitaba a sus fiestas a las chicas guapas del lugar, las cuales, a su vez, declinaban la invitación, porque, sin causa conocida, Lord Pepito tenía fama entre las mujeres de baboso y sobón. En cierta ocasión, viéndole apenado por aquel rechazo unánime, Andrepas le sugirió contratar a unas chicas aún más guapas y muy bien dispuestas, que el propio Andrepas conocía, si el frustrado ricacho estaba dispuesto a pagar un alto precio. Aceptó éste y así intimaron Irina y Lord Pepito. Ella le tenía aprecio, porque Lord Pepito era generoso y lo único que esperaba de ella era que le escuchara contar, en un inglés ininteligible, chismes salaces de la familia real inglesa, con la que decía estar emparentado, y que él mismo celebraba con grandes risotadas hasta quedarse roque por efecto del alcohol. Entonces ella lo acostaba en un sofá, le colocaba un cojín debajo de la cabeza, lo cubría con una manta, apagaba la luz, saltaba a tierra, donde la esperaba Andrepas, y los dos juntos se iban a casa.
Entretenidos con aquel sustancioso relato, nadie habría caído en la cuenta de que era la hora del almuerzo si el repulsivo gozque de la señora Grassiela no se lo hubiera indicado con ladridos y otros ruidos aún más enfadosos. En una jornada habitual, el expediente se resolvía sin problemas: unos se iban a comer a sus respectivos domicilios y otros se llevaban a la oficina la comida en un táper. Aquel día, sin embargo, por las peripecias de la noche anterior y la temprana convocatoria, ni los unos habían llevado nada ni los otros se querían ausentar para no perder ni un ápice de las declaraciones. En vista de lo cual, el nuevo sugirió al jefe que le devolviera a Irina momentáneamente el móvil y a ella que llamara a un restaurante, como había hecho la víspera en su casa. Tras una breve consulta, Irina encargó un surtido de tacos, fajitas y quesadillas; alguien propuso añadir unas Coronitas o unas Tecates, a lo que replicó el jefe que quien quisiera cerveza se la pagara de su bolsillo; todos se resignaron a beber agua y el taxista organizó la recogida del material en un santiamén.
Concluido el almuerzo, Irina tomó la palabra y dijo:
—Será mejor que ahora cuente yo mi parte, para una mejor comprensión de la historia en su conjunto.
Cuando Irina, cuya procedencia ya es sabida, siguió a su pareja hasta Palamós, frustradas las aspiraciones de éste a entrar en la plantilla del Barça, a la vista de los escasos ingresos de Andrepas y de su incierto futuro en el terreno deportivo, decidió buscar trabajo en alguno de los prestigiosos prostíbulos de la zona, y pronto lo encontró en El Asombro de Damasco, ya conocido de los agentes y también de los lectores, si de aquel episodio guardan memoria.
Del ejercicio de su nueva profesión Irina no tenía quejas: mientras el negocio fuera próspero, y no había razón para pensar que no iba a serlo hasta el fin de los tiempos, la empresa trataba bien a las empleadas; por su parte, la clientela, formada por caballeros de buena posición, guardaba en todo momento una actitud respetuosa; la mayoría tenía estudios superiores, por lo que su proceder era cohibido y sus preferencias se inclinaban más hacia la conversación que hacia otras cosas: a la hora de quejarse y fanfarronear no se cortaban un pelo; en cambio, era habitual la disfunción eréctil, y cada año se producían entre dos y tres infartos. Andando el tiempo, sin embargo, Irina descubrió que El Asombro de Damasco era un remanso de paz en medio de un infierno. Si bien el negocio era floreciente en una comarca fronteriza y dedicada al turismo y al ocio, los establecimientos de primera categoría, tranquilos y dotados de buenas instalaciones, eran los menos. Los más eran antros insalubres, donde se amontonaban y trabajaban en régimen de esclavitud mujeres procedentes de los cinco continentes; unas habían ido a parar allí atraídas por engaños, secuestradas por traficantes y piratas o vendidas por parientes desalmados; otras, huyendo de la guerra, del hambre, de matrimonios forzados u otros infortunios; no tenían documentación, estaban expuestas a enfermedades y malos tratos por parte de organizaciones criminales y rufianes violentos que no se detenían ante ningún tipo de atropello, incluido el asesinato. Ellas, por su parte, no tenían posibilidad alguna de defensa, porque frente a aquella situación apenas visible para la población, las autoridades adoptaban una actitud apática, temerosas de desencadenar un conflicto que redundara en violencia y, de resultas de ello, en una merma de los atractivos turísticos de la región: si las mafias y los delincuentes resolvían sus asuntos a puerta cerrada, las autoridades estaban dispuestas a mirar hacia otro lado.
La constatación de aquel panorama atroz soliviantó a Irina por partida doble: por su innato sentido de la justicia y por su natural solidaridad con las mujeres de su misma profesión.
—¡Es intolerable, Andrepas! ¡En pleno siglo de la informática! —exclamó.
—Veo lógica en tu planteamiento —respondió Andrepas después de escuchar el espeluznante relato de su compañera: trabajar en el sector de la hostelería le había enseñado a no llevar nunca la contraria y a no dar nunca la razón.
—Por suerte —dijo ella—, aquí estamos tú y yo, para poner coto a este desafuero.
Andrepas se mostró igual de dúctil pero más cauto.
—No veo cómo —dijo.
—Yo tampoco —admitió Irina—. Lo importante, por ahora, es tener las ideas claras. Por supuesto, no podemos acabar con este tráfico inicuo. Pero algo podemos hacer, si no por todas esas desgraciadas, al menos por unas cuantas. Mejor eso que nada.

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