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Trail stats

Distance
5.6 mi
Elevation gain
69 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
69 ft
Max elevation
99 ft
TrailRank 
49 5
Min elevation
-2 ft
Trail type
Loop
Time
47 minutes
Coordinates
700
Uploaded
May 15, 2024
Recorded
May 2024
  • Rating

  •   5 1 review

near Castelló de la Plana, Valencia (España)

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Las tres destrucciones de la Biblioteca de Alejandría pueden parecer confortablemente antiguas, pero por desgracia la inquina contra los libros es una tradición firmemente arraigada en nuestra historia. La devastación nunca deja de ser tendencia. Como decía una viñeta de El Roto: «Las civilizaciones envejecen; las barbaries se renuevan».
De hecho, el XX ha sido un siglo de espeluznante biblioclastia (las bibliotecas bombardeadas en las dos guerras mundiales, las hogueras nazis, los regímenes censores, la Revolución Cultural china, las purgas soviéticas, la Caza de Brujas, las dictaduras en Europa y Latinoamérica, las librerías quemadas o atacadas con bombas, los totalitarismos, el apartheid, la voluntad mesiánica de ciertos líderes, los fundamentalismos, los talibanes o la fetua contra Salman Rushdi, entre otros subapartados de la catástrofe). Y el siglo XXI empezó con el saqueo, consentido por las tropas estadounidenses, de museos y bibliotecas de Irak, donde la escritura caligrafió el mundo por primera vez.
Trabajo en este capítulo durante los últimos días de agosto, justo veinticinco años después del salvaje ataque a la Biblioteca de Sarajevo. Entonces yo era una niña y, en mi memoria, aquella guerra significó el descubrimiento del mundo allá fuera, más grande —y también más oscuro— de lo que había imaginado. Recuerdo que en aquel verano empecé a interesarme por esos libros crujientes de los mayores que antes no me importaban. Sí, fue entonces cuando leí mis primeros periódicos, sujetándolos ante mi cara con los brazos abiertos, como los espías de los dibujos animados. Las primeras noticias, las primeras fotografías que me impactaron fueron las de aquellas masacres del verano de 1992. Al mismo tiempo, aquí vivíamos la euforia y los fastos de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el triunfalismo repentino de un país apresuradamente moderno y rico. Queda poco de aquel sueño hipnótico, pero el paisaje de una Sarajevo gris y acribillada permanece en mi retina. Recuerdo que una mañana en el colegio, nuestra maestra de ética nos hizo cerrar los cuadernos —éramos solo tres o cuatro niños— y, por sorpresa, nos propuso hablar sobre la guerra de la antigua Yugoslavia. He olvidado lo que dijimos, pero nos sentimos mayores, importantes y solo a un paso de convertirnos en cualificados expertos internacionales. Recuerdo que un día abrí un atlas y viajé con la punta del dedo índice desde Zaragoza hasta Sarajevo. Pensé que los nombres de las dos ciudades compartían una misma melodía. Recuerdo las imágenes de su Biblioteca herida por las bombas incendiarias. La fotografía de Gervasio Sánchez —en la que un haz de sol atraviesa el atrio destrozado, acariciando los escombros amontonados y las columnas mutiladas— es el icono de aquel agosto quebrado.
El escritor bosnio Ivan Lovrenović ha contado que, en la larga noche de verano, Sarajevo brilló con el fuego que brotaba de Vijećnica, el imponente edificio de la Biblioteca Nacional junto al río Miljacka. Primero, veinticinco obuses incendiarios alcanzaron el tejado, a pesar de que las instalaciones estaban marcadas con banderas azules para indicar su condición de patrimonio cultural. Cuando el resplandor —dice Ivan— alcanzó proporciones neronianas, empezó un constante bombardeo maniaco para impedir el acceso a Vijećnica. Desde las colinas que contemplan la ciudad, los francotiradores disparaban contra los vecinos de Sarajevo, flacos y agotados, que salían de sus refugios a intentar salvar los libros. La intensidad de los ataques no permitió acercarse a los bomberos. Finalmente, las columnas moriscas del edificio cedieron, y las ventanas estallaron para dejar salir las llamas. Al amanecer, habían ardido cientos de miles de volúmenes —libros raros, documentos de la ciudad, colecciones enteras de publicaciones, manuscritos y ediciones únicas—. «Aquí no queda nada», dijo Vkekoslav, un bibliotecario. «Yo vi una columna de humo, y los papeles volando por todas partes, y quería llorar, gritar, pero me quedé arrodillado, con las manos en la cabeza. Toda mi vida tendré esta carga de recordar cómo quemaron la Biblioteca Nacional de Sarajevo».
Arturo Pérez-Reverte, entonces corresponsal de guerra, contempló el fuego de artillería y el incendio. A la mañana siguiente pudo ver, en el suelo de la devastada biblioteca, los escombros de las paredes y las escaleras, los restos de manuscritos que nadie volvería a leer, obras de arte desmembradas: «Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente. Cuando un libro arde, mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre».
Los rescoldos ardieron durante días, humeantes, flotando sobre la ciudad como una nevada oscura. «Mariposas negras», llamaron los habitantes de Sarajevo a esas cenizas de los libros destruidos que caían sobre los transeúntes, sobre los solares bombardeados, sobre las aceras, sobre los edificios semiderruidos, y al final se descompusieron y se mezclaron con los fantasmas de los muertos.
Curiosa coincidencia: el capitán de los bomberos incendiarios que conocimos en Fahrenheit 451 utilizaba la misma metáfora. Con un libro entre las manos, dictaba sus poéticas instrucciones para destruirlo: «Quema la primera página; luego, la segunda. Cada una se convierte en una mariposa negra. Hermoso, ¿verdad?». En el sombrío futuro descrito en la novela de Bradbury, está terminantemente prohibido leer, y todos los libros son denunciados y destruidos. Allí las brigadas de bomberos, en lugar de sofocar incendios, los provocan y los atizan para quemar los hogares que esconden esos peligrosos objetos clandestinos. Solo hay un libro legal: el reglamento de las propias brigadas encargadas de prender fuego a todos los demás. Y en ese único texto permitido se lee que el cuerpo fue creado en 1790 para quemar libros ingleses en los Estados Unidos, y que el primer bombero fue Benjamin Franklin. No sobrevive ningún escrito que permita rebatir esas afirmaciones, y ya nadie las pone en duda. Donde los documentos se eliminan y los libros no circulan libremente, es muy fácil modificar a placer, impunemente, el relato de la historia.
En el caso de la antigua Yugoslavia, arrasar el pasado era una finalidad del odio étnico. Desde 1992 hasta el final de la guerra, sufrieron ataques 188 bibliotecas y archivos. Un melancólico informe de la Comisión de Expertos de Naciones Unidas estableció que en la ex Yugoslavia hubo una «destrucción intencional de bienes culturales que no se puede justificar por necesidad militar». Juan Goytisolo, que viajó a la capital bosnia respondiendo al llamamiento de Susan Sontag, escribió en su Cuaderno de Sarajevo: «Cuando ardió la Biblioteca, pasto del odio estéril de los cerriles lanzadores de cohetes, fue peor que la muerte. La rabia y dolor de aquellos instantes me perseguirán a la tumba. El objetivo de los sitiadores —barrer la sustancia histórica de esta tierra para montar sobre ella un templo de patrañas, leyendas y mitos— nos hirió en lo más vivo».
Sobre las cenizas de los textos que han ardido se puede erigir una versión interesada de los hechos. Sin duda, los libros quemados o destrozados por los obuses también albergaban sus propias interpretaciones sesgadas. Las obras que forman parte de las colecciones bibliotecarias y reposan en los estantes de las librerías son a su vez parciales, en ocasiones incluso propagandísticas —recuerdo la anécdota de un librero londinense que, durante los meses de los bombardeos nazis, cubrió el tejado del establecimiento con los ejemplares de Mein Kampf que tenía a la venta en su tienda—. Pero es la multiplicidad de voces que hablan, matizan y se contradicen desde un número incalculable de páginas la que permite confiar en que no quedarán ángulos ciegos y habrá posibilidad de detectar las manipulaciones. Quienes aniquilan bibliotecas y archivos abogan por un futuro menos dispar, menos discrepante, menos irónico.
Aunque la Biblioteca de Alejandría ardió varias veces hasta su completa aniquilación, no todo en ella fue naufragio. Siglos de esfuerzos por salvar la herencia de la imaginación no fueron en vano. Muchos de los ejemplares que han sobrevivido hasta hoy mantienen huellas textuales y símbolos que solían usar los filólogos alejandrinos en sus ediciones. Y eso significa que, en un accidentado trayecto, han llegado a nuestras manos copias de copias de copias cuyo primer eslabón se remonta a la Biblioteca perdida. Durante cientos y cientos de años, las cuidadas ediciones de los libros disponibles en Alejandría se copiaron y se diseminaron por una red de bibliotecas más humildes y de colecciones privadas, nutriendo una geografía creciente de lectores. Multiplicar el número de ejemplares era la única —remota— posibilidad de salvaguardar las obras. Si algo ha sobrevivido a las devastaciones fue gracias a esa lenta, suave, fértil irrigación de literatura manuscrita que se propagaba con enorme trabajo y llegaba a lugares escondidos, retirados, seguros; lugares modestos que nunca serían campos de batalla. Las obras que todavía leemos permanecieron en esos rincones —refugios periféricos, marginales— durante los siglos peligrosos, resistiendo a la devastación, mientras las destrucciones, los saqueos y los incendios iban arruinando las grandes concentraciones de libros, ubicadas habitualmente en centros del poder.
Durante la Antigüedad grecorromana, nació en Europa una comunidad permanente, una llama que, aunque se encoja, nunca se apaga del todo, una minoría hasta ahora inextinguible. Desde entonces, a lo largo del tiempo, anónimos lectores han conseguido proteger, por pasión, un frágil legado de palabras. Alejandría fue el lugar donde aprendimos a preservar los libros al abrigo de las polillas, del óxido, del moho y de los bárbaros con cerillas.
En los suplementos literarios de verano insisten en preguntar a los próceres literarios qué libro llevarían a una isla desierta. No sé a quién se le ocurriría por primera vez incluir la famosa isla en la pregunta y por qué extraño mimetismo ha quedado ahí incorporada, exótica e incongruente. La mejor respuesta se la debemos a G. K. Chesterton: «Nada me haría más feliz que un libro titulado Manual para la construcción de lanchas». Como Chesterton, yo también querría escapar de un lugar así. No me interesa una isla desierta donde falte —qué menos— una librería provista de la Odisea, Robinson Crusoe, Relato de un náufrago y Océano mar.
Lo curioso es que se puede seguir el rastro salvador de los libros en casi cualquier lugar del mundo, incluso en los más siniestros. Como explica Jesús Marchamalo en su gozoso Tocar los libros, el poeta Joseph Brodsky, prisionero en Siberia por un delito de «parasitismo social», encontró consuelo en la lectura de Auden; y Reinaldo Arenas, recluido en las cárceles castristas, en la Eneida. Sabemos también que Leonora Carrington, ingresada en un psiquiátrico de Santander durante la inmediata posguerra, soportó la sórdida situación leyendo a Unamuno.
También en los campos de concentración nazis había bibliotecas. Se nutrían de los libros requisados a los prisioneros a su llegada. Con el dinero usurpado a los propios presos se pagaban las nuevas adquisiciones. Aunque las SS invertían buena parte de los fondos en tratados propagandísticos, no faltaban novelas populares ni los grandes clásicos, junto a diccionarios, ensayos filosóficos y textos científicos. Incluso había volúmenes prohibidos, cuyas encuadernaciones habían sido camufladas por los prisioneros bibliotecarios. La aventura de estas bibliotecas empezó en 1933, y sabemos que en el otoño de 1939 había seis mil títulos solo en Buchenwald; en Dachau llegó a haber trece mil. Las SS las usaban como mero atrezo para demostrar a los visitantes que en aquellos humanitarios campamentos de trabajo no se descuidaban ni siquiera los intereses intelectuales de los prisioneros. Parece que durante los primeros tiempos, los reclusos pudieron disponer de sus propios libros, pero pronto les suprimieron ese privilegio.
¿Los libros de las bibliotecas —cercanos pero inaccesibles— trajeron algún alivio a los reclusos? Y, lo que es aún más esencial: ¿puede la cultura ser un bote salvavidas para alguien sometido al maltrato, el hambre y la muerte?
Tenemos un testimonio contundente y visceral, Goethe en Dachau. Su autor, Nico Rost, fue un traductor holandés de literatura alemana. Durante la guerra, incluso después de la invasión de su país, contribuyó a publicar autores alemanes incómodos para los nazis. Además, era comunista —doble desafío—. Detenido en mayo de 1943 y enviado a Dachau, ingresó como paciente en la enfermería, donde acabaría trabajando en tareas administrativas. Allí evitaba las extenuantes jornadas de trabajo al aire libre o como mano de obra esclava en las fábricas de armamento. Pero permanecer en la enfermería era una bendición peligrosa. Si se fijaban en ti, inválido y parasitario, era fácil que te destinasen a los trenes con rumbo al exterminio.
En medio de la angustia, sin ninguna información sobre los avances de los Aliados, diezmados por una letal epidemia de tifus y con raciones menguantes de alimentos —Nico cuenta que un compañero adelgazó tanto que le venía grande incluso la dentadura postiza—, los presos estaban cada vez más convencidos de que no conseguirían sobrevivir. En esas circunstancias, Rost tomó varias decisiones peligrosas. La primera, llevar un diario, consiguiendo papel con enormes dificultades, ocultándose para garrapatear unas líneas cada día y guardando sus notas en un escondrijo. Lo curioso es que ese diario, publicado tras la liberación del campo, no contiene el relato de sus penurias, sino una crónica de sus pensamientos. Escribe: «Quien habla del hambre acaba teniendo hambre. Y los que hablan de la muerte son los primeros que mueren. Vitamina L (literatura) y F (futuro) me parecen las mejores provisiones». Escribe: «Nos vamos a contagiar todos y por la malnutrición todos moriremos. A leer todavía más». Escribe: «En el fondo es cierto: la literatura clásica puede ayudar y dar fuerzas». Cita: «Vivir entre los muertos con Tucídides, Tácito y Plutarco en Maratón o Salamina es, al fin y al cabo, lo más honroso, cuando a uno no se le permite otra actividad».
La segunda decisión arriesgada de Nico fue organizar un club de lectura clandestino. Un kapo amigo y algunos médicos aceptan pedir prestados libros de la biblioteca para los miembros del grupo. Cuando no es posible conseguir textos, ellos mismos recuerdan de memoria frases de antiguas lecturas y las comentan. Dan breves conferencias sobre su literatura nacional —pertenecen a un mosaico de países europeos—. Se reúnen de pie entre las camas, disimulando, asustados, siempre con un vigilante para dar la alarma en cuanto asoma un alemán. Una vez, el kapo que solía hacer la vista gorda se cabrea y disuelve el corrilllo entre exabruptos: «¡Cerrad la boca! ¡Basta de cháchara! En Mauthausen os fusilarían por esto. No hay disciplina aquí. ¡Una maldita guardería!».
Dos miembros del club estaban escribiendo libros en su mente: una monografía sobre derecho de patentes y un cuento infantil para los niños que crecerán entre las ruinas. Hablan de Goethe, de Rilke, de Stendhal, de Homero, de Virgilio, de Lichtenberg, de Nietzsche, de Teresa de Ávila, mientras los bombardean y el barracón tiembla, mientras arrecia la epidemia de tifus y algunos médicos dejan morir a cuantos más pacientes mejor para caer en gracia a los SS.
La muerte cambia constantemente la composición del club. Nico, que aglutina y sostiene el grupo, se esfuerza por sondear y captar a los nuevos enfermos que van llegando. Sus amigos lo apodan «el holandés loco que engulle papel». Ese diario redactado a escondidas es un gesto de rebelión a través de la escritura y la lectura, que le estaban prohibidas. Mientras se acumulan los cadáveres, él se obstina en ejercer su derecho a pensar. El 4 de marzo de 1945, apenas un mes antes de ser liberado —pero sin saber que la salvación está cerca—, se siente en la frontera entre la vida y la muerte. Escribe: «Me niego a hablar de tifus, de piojos, de hambre y de frío». Sabe y sufre la existencia de todos esos tormentos, pero piensa que los nazis los han concebido para desesperar y animalizar a los reclusos. Rost no quiere centrar su atención en el engranaje del matadero; se aferra a la literatura con urgencia, sin escepticismo, buscando un salvavidas. Hay algo paradójico en este comunista que predica el materialismo más radical mientras sobrevive a las condiciones extremas gracias a la fe en una idea.
Las personas con las que comparte conversaciones y lecturas son disidentes de diversos países (rusos, alemanes, belgas, franceses, españoles, holandeses, polacos, húgaros). En la entrada del 12 de julio de 1944, afirma: «Formamos una especie de comunidad europea —aunque sea por obligación— y podríamos aprender mucho del trato con otras naciones». Me gusta pensar que, en realidad, frente a lo que cuentan los sesudos manuales de historia, la Unión Europea nació en un peligroso club de lectura tras las alambradas de un Lager nazi.
Más allá del fin de Europa —dondequiera que esté la frontera imaginaria del continente—, en el gulag soviético, otras voces descubrían por aquellos mismos años el sentido de la cultura cuando te rodea la moridera. Galia Safónovna nació en los barracones de un campo siberiano durante los años cuarenta del pasado siglo. Su infancia transcurrió prisionera entre aullidos de viento, junto a unas minas de fama pavorosa, en el país de las nieves perpetuas. Su madre, prestigiosa epidemióloga, fue condenada a trabajos forzados por haberse resistido a denunciar a un compañero de laboratorio. En aquella cárcel helada, donde estaba prohibido escribir más de dos cartas al año y donde escaseaban el papel y los lápices, las prisioneras fabricaron a escondidas cuentos artesanales para la niña que solo conocía el gulag, cosidos a mano, con dibujos temblorosos trazados en la oscuridad y el texto garabateado a plumilla. «¡Qué feliz me hizo cada uno de esos libros!», explicaba una anciana Galia a la escritora Monika Zgustova. «De niña esos fueron mis únicos puntos de referencia culturales. Los he guardado toda la vida; ¡son mi tesoro!». Elena Korybut, que cumplió condena durante más de diez años en las minas de Vorkutá, en la tundra que queda mucho más allá del círculo polar, enseñó a Zgustova un libro de Pushkin adornado con antiguos grabados. «En el campo, este volumen de procedencia desconocida pasó por centenares, tal vez miles de manos. Nadie puede imaginarse lo que para los presos significaba un libro: ¡era la salvación! ¡Era la belleza, la libertad y la civilización en medio de la barbarie!». En Vestidas para un baile en la nieve, su fascinante libro de entrevistas a mujeres que sobrevivieron al gulag, Monika Zgustova muestra hasta qué punto, incluso en los abismos de la vida, somos criaturas sedientas de historias. Por esa razón llevamos libros con nosotros —o dentro de nosotros— a todas partes; también a los territorios del espanto, como eficaces botiquines contra la desesperanza.
Nico, Galia y Elena no fueron los únicos. A Viktor Frankl le arrebataron en la cámara de desinfección de Auschwitz un manuscrito que contenía las investigaciones de toda su carrera, y el deseo de reescribirlo le ató a la vida. El filósofo Paul Ricoeur, detenido por el Gobierno de Vichy, se dedicó a dar clases y a organizar la biblioteca del centro de prisioneros. La única posesión del jovencísimo Michel del Castillo en Auschwitz fue —simbólicamente— Resurrección, de Tolstói. Más adelante afirmó: «la literatura constituye mi única biografía y mi única verdad». Eulalio Ferrer, hijo de un dirigente socialista cántabro...
Las tres destrucciones de la Biblioteca de Alejandría pueden parecer confortablemente antiguas, pero por desgracia la inquina contra los libros es una tradición firmemente arraigada en nuestra historia. La devastación nunca deja de ser tendencia. Como decía una viñeta de El Roto: «Las civilizaciones envejecen; las barbaries se renuevan».
De hecho, el XX ha sido un siglo de espeluznante biblioclastia (las bibliotecas bombardeadas en las dos guerras mundiales, las hogueras nazis, los regímenes censores, la Revolución Cultural china, las purgas soviéticas, la Caza de Brujas, las dictaduras en Europa y Latinoamérica, las librerías quemadas o atacadas con bombas, los totalitarismos, el apartheid, la voluntad mesiánica de ciertos líderes, los fundamentalismos, los talibanes o la fetua contra Salman Rushdi, entre otros subapartados de la catástrofe). Y el siglo XXI empezó con el saqueo, consentido por las tropas estadounidenses, de museos y bibliotecas de Irak, donde la escritura caligrafió el mundo por primera vez.
Trabajo en este capítulo durante los últimos días de agosto, justo veinticinco años después del salvaje ataque a la Biblioteca de Sarajevo. Entonces yo era una niña y, en mi memoria, aquella guerra significó el descubrimiento del mundo allá fuera, más grande —y también más oscuro— de lo que había imaginado. Recuerdo que en aquel verano empecé a interesarme por esos libros crujientes de los mayores que antes no me importaban. Sí, fue entonces cuando leí mis primeros periódicos, sujetándolos ante mi cara con los brazos abiertos, como los espías de los dibujos animados. Las primeras noticias, las primeras fotografías que me impactaron fueron las de aquellas masacres del verano de 1992. Al mismo tiempo, aquí vivíamos la euforia y los fastos de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el triunfalismo repentino de un país apresuradamente moderno y rico. Queda poco de aquel sueño hipnótico, pero el paisaje de una Sarajevo gris y acribillada permanece en mi retina. Recuerdo que una mañana en el colegio, nuestra maestra de ética nos hizo cerrar los cuadernos —éramos solo tres o cuatro niños— y, por sorpresa, nos propuso hablar sobre la guerra de la antigua Yugoslavia. He olvidado lo que dijimos, pero nos sentimos mayores, importantes y solo a un paso de convertirnos en cualificados expertos internacionales. Recuerdo que un día abrí un atlas y viajé con la punta del dedo índice desde Zaragoza hasta Sarajevo. Pensé que los nombres de las dos ciudades compartían una misma melodía. Recuerdo las imágenes de su Biblioteca herida por las bombas incendiarias. La fotografía de Gervasio Sánchez —en la que un haz de sol atraviesa el atrio destrozado, acariciando los escombros amontonados y las columnas mutiladas— es el icono de aquel agosto quebrado.
El escritor bosnio Ivan Lovrenović ha contado que, en la larga noche de verano, Sarajevo brilló con el fuego que brotaba de Vijećnica, el imponente edificio de la Biblioteca Nacional junto al río Miljacka. Primero, veinticinco obuses incendiarios alcanzaron el tejado, a pesar de que las instalaciones estaban marcadas con banderas azules para indicar su condición de patrimonio cultural. Cuando el resplandor —dice Ivan— alcanzó proporciones neronianas, empezó un constante bombardeo maniaco para impedir el acceso a Vijećnica. Desde las colinas que contemplan la ciudad, los francotiradores disparaban contra los vecinos de Sarajevo, flacos y agotados, que salían de sus refugios a intentar salvar los libros. La intensidad de los ataques no permitió acercarse a los bomberos. Finalmente, las columnas moriscas del edificio cedieron, y las ventanas estallaron para dejar salir las llamas. Al amanecer, habían ardido cientos de miles de volúmenes —libros raros, documentos...
San Isidro
Me llovió un poco. Me gusta
En la Marjalería tuve suerte
Vi moritos
Vi azulones
Más machos o más hembras
Ya no me acuerdo
Vi una cigüeñuela
Y vi una garcilla
Ya digo, suerte 🍀

Comments  (2)

  • Photo of Noruega7319
    Noruega7319 May 15, 2024

    Hoy le has pegado bien corriendo, buen tiempo entrenando si.
    Un saludo.

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    SaludYRepública May 15, 2024

    Gracias.
    Aún me queda.
    😎

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