Nunca al Pie de la Letra, Tunja, Motavita, Sora y Cucaita Boyacá. Abril de 2019
near Tunja, Boyacá (Republic of Colombia)
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Itinerary description
Nunca al Pie de la Letra, Tunja. Abril de 2019
Después de la ciclo vía del domingo, en lo que restaba del día, quería regresar a casa de una manera poco usual, luego de ser acogido por la amable y hermosa ciudad de Tunja, en donde estudio y visito amigos entrañables que desde hace años adornan mi vida cotidiana, deseando exudar un poco, la rutina tediosa; no quería volver a casa de otra forma, que no fuese pedaleando, aquellos 80 km que separan Tunja de mi hogar, al sur de Santander.
Para evitar la habitual carretera central 62, al menos al principio, que me llevaría por un descenso ya hecho algunas veces, quise abandonar la ciudad, por la vía directa que lleva a Motavita, en un asenso fuerte pero asfaltado y breve; aquella población pequeña pero famosa por sus antiguas y milagrosas misas de sanación, que ahora se llevan a cabo en la cercana Soracá.
Todo se enmarcaba en un domingo de ramos, apacible y soleado y desde allí, a donde solo una vez había llegado en bicicleta, recorrería una vía de tierra, inédita que me alentaba un poco la curiosidad de atravesar lugares nuevos y lo mejor, adentrándome en un profundo paisaje campestre boyacense.
Alguien me dijo que estos lugares, eran para mí, un premio de consolación por no poder regresar a Europa, pero las montañas centrales de Colombia en cuanto a sus vistas, su vegetación, sus poblados, fauna y su gente, es el mejor de los premios, comparado con el natal, viejo continente. Me encontraba inmerso en violáceos cultivos de papa e inmensos y uniformes parajes verdes, salpicados por una que otra ruina de portales de adobe, derretido por los años, a la vera del camino polvoriento. Mi intención, era seguir al norte, a un pueblo que siempre he querido conocer y que se incrusta en la cara sur de la cordillera del inmenso parque natural de Iguaque y desde donde se atraviesan grandes planicies, que otrora fuesen fondo de cuerpos lacustres de tamaño significativo y que hoy son praderas al margen montañoso, que dan hogar al ganado y a las más bellas vistas, cuando amanece y la neblina, se posa allí, formando un océano blanco.
Mi plan no podría fallar y en esta empresa de animarme con paisajes nuevos y el combustible de la curiosidad, he llegado a Sora por primera vez, alucinando con su sobria belleza, su iglesia tapizada de fósiles del antiguo mar que inundaba estas tierras y la madera que se viste aveces de dorado, aveces de caoba, de sus casas sencillas pero llenas de vida, con la sonrisa humilde de los niños que allí disfrutan su paso en esta vida de juegos y escuela. Allí solo me restaban insignificantes trece kilómetros para llegar a San Pedro de Iguaque, donde los locales me prometieron buenas vistas del parque nacional y su cordillera, además de un camino ameno.
Devoro el almuerzo con ansia, mientras repaso los mapas llenos de esas líneas, puntos y signos, que en pocos instantes, se materializarían frente a mis ojos, en forma de paisaje, caminos, ríos y montañas. Abandono Sora y emprendo ascenso, más difícil de lo que esperaba, pero la vista que poco a poco se manifestaba al horizonte, compensaba aquella fatiga que regresaba burlesca y me hacia bajar de la bicicleta. Esto ya no es para mi, pensaba, pues yendo a Bogotá y al Páramo de Saboyá, me asaltaba el mismo fantasma maldito que me cortaba la respiración y hacia doloroso el pedalear por un ascenso, como si la fuerza se diera a la fuga con cada minuto de vida transcurrido; me sentía deprimido.
Pronto el sol se desvanecería con la tarde y aparecían los truenos que cercanos advertían, que no iba a ser tan fácil conocer a San Pedro de Iguaque. Pasaron un par de horas y apenas había ascendido ocho kilómetros y Sora no se perdía de vista, aunque ya se veía un poco lejana. Una cruz en una cima y la lluvia al fondo que se acercaba a acorralarme y a hacerme tomar decisiones complejas, marcaban este difícil y lejano lugar. Estoy muy distante de casa, y la noche está aún más próxima.
Las dos horas restantes de sol no me prometían llegar a aquel pueblito anhelado, más que a una hora, posterior a la vespertina.
Ya las gotas me alcanzaban y golpeaban con fuerza la piel, como agujas gélidas que caían corto punzantes. El camino desprendía un aroma a tierra que me hacia toser el poco aire que ganaba y el frío aquel de los tres mil metros, no se hacia del rogar, quebrando así la voluntad de seguir. Los relámpagos compensaban efímeros, esa luz de sol ya casi ausente y así, he resuelto tomar el camino fácil, el del regreso, el de renunciar derrotado sin que tuviese opción alguna, pues si llego en la noche a casa, no sería nada temprano y estaría envuelto en el frío de aquellos parajes, que no es nada acogedor y menos, saludable. No quería retar la buena y frágil estrella de salud de los últimos meses. Me he dado cuenta que fue peor de lo que imaginaba, pues la fuerte lluvia se convirtió en granizo, sobre estas alturas de montaña.
Casi sin respuesta de los frenos y con las manos petrificadas, regreso a Sora bajo la más torrencial tormenta que convirtió el camino en arroyo y ha desolado las antes pobladas y alegres calles. Allí le pregunto a un policía, por la salida a Cucaita y luego a la autopista Tunja Villa de Leyva y perder todo lo ya recorrido para madrugar y regresar en bus a casa. Escasos 18 kilómetros de bicicleta me separaban de la capital de Boyacá y así, aún lloviendo, me fui a Cucaita en la bicicleta, escurriendo gota a gota, la derrota por un quebrantado y fallido plan, deshecho por aquella tormenta, por las pocas horas de luz que restaban y por la
sobredosis de espontaneidad.
Con la promesa de no volver a menospreciar las distancias ni subestimar el tiempo o el clima que puede cambiar en un segundo y arrebatar lo proyectado, llego pronto a Cucaita, apurado por la poca luz restante del día y ya sin lluvia, pues ella, había planeado ir en la misma dirección, hacia donde yo iba y al final, como escena irónica,
contemplo la estatua del ciclista victorioso en la plaza principal, yendo luego a la autopista, donde debato, sobre el cómo regresar.
A punto estaba de subirme a la bicicleta y volver, pero pasa un bus y en opuesta dirección me recoge, para una hora después, ya en la noche llegar a la fría Chiquinquirá, donde mi querida amiga la señora Blanca, una vez más como desde hace tantos años, abre las puertas de su casita colonial, me brinda su sonrisa y compañía y en la mañana con el alba y su bendición, desciendo desde allí en la bicicleta, a Puente Nacional.
Al día siguiente de ese lunes en donde debía trabajar, mientras recorría temprano en la mañana, la transitada autopista 45A que me llevaría directo a Santander, e ignorando hasta ese momento las ya escritas páginas de experiencias pasadas, caía en cuenta, que estas supuestas derrotas, que hacen que todo plan, no se orqueste al pie de la letra, hacen más dulce la revancha de volver y por fin triunfar.
Después de la ciclo vía del domingo, en lo que restaba del día, quería regresar a casa de una manera poco usual, luego de ser acogido por la amable y hermosa ciudad de Tunja, en donde estudio y visito amigos entrañables que desde hace años adornan mi vida cotidiana, deseando exudar un poco, la rutina tediosa; no quería volver a casa de otra forma, que no fuese pedaleando, aquellos 80 km que separan Tunja de mi hogar, al sur de Santander.
Para evitar la habitual carretera central 62, al menos al principio, que me llevaría por un descenso ya hecho algunas veces, quise abandonar la ciudad, por la vía directa que lleva a Motavita, en un asenso fuerte pero asfaltado y breve; aquella población pequeña pero famosa por sus antiguas y milagrosas misas de sanación, que ahora se llevan a cabo en la cercana Soracá.
Todo se enmarcaba en un domingo de ramos, apacible y soleado y desde allí, a donde solo una vez había llegado en bicicleta, recorrería una vía de tierra, inédita que me alentaba un poco la curiosidad de atravesar lugares nuevos y lo mejor, adentrándome en un profundo paisaje campestre boyacense.
Alguien me dijo que estos lugares, eran para mí, un premio de consolación por no poder regresar a Europa, pero las montañas centrales de Colombia en cuanto a sus vistas, su vegetación, sus poblados, fauna y su gente, es el mejor de los premios, comparado con el natal, viejo continente. Me encontraba inmerso en violáceos cultivos de papa e inmensos y uniformes parajes verdes, salpicados por una que otra ruina de portales de adobe, derretido por los años, a la vera del camino polvoriento. Mi intención, era seguir al norte, a un pueblo que siempre he querido conocer y que se incrusta en la cara sur de la cordillera del inmenso parque natural de Iguaque y desde donde se atraviesan grandes planicies, que otrora fuesen fondo de cuerpos lacustres de tamaño significativo y que hoy son praderas al margen montañoso, que dan hogar al ganado y a las más bellas vistas, cuando amanece y la neblina, se posa allí, formando un océano blanco.
Mi plan no podría fallar y en esta empresa de animarme con paisajes nuevos y el combustible de la curiosidad, he llegado a Sora por primera vez, alucinando con su sobria belleza, su iglesia tapizada de fósiles del antiguo mar que inundaba estas tierras y la madera que se viste aveces de dorado, aveces de caoba, de sus casas sencillas pero llenas de vida, con la sonrisa humilde de los niños que allí disfrutan su paso en esta vida de juegos y escuela. Allí solo me restaban insignificantes trece kilómetros para llegar a San Pedro de Iguaque, donde los locales me prometieron buenas vistas del parque nacional y su cordillera, además de un camino ameno.
Devoro el almuerzo con ansia, mientras repaso los mapas llenos de esas líneas, puntos y signos, que en pocos instantes, se materializarían frente a mis ojos, en forma de paisaje, caminos, ríos y montañas. Abandono Sora y emprendo ascenso, más difícil de lo que esperaba, pero la vista que poco a poco se manifestaba al horizonte, compensaba aquella fatiga que regresaba burlesca y me hacia bajar de la bicicleta. Esto ya no es para mi, pensaba, pues yendo a Bogotá y al Páramo de Saboyá, me asaltaba el mismo fantasma maldito que me cortaba la respiración y hacia doloroso el pedalear por un ascenso, como si la fuerza se diera a la fuga con cada minuto de vida transcurrido; me sentía deprimido.
Pronto el sol se desvanecería con la tarde y aparecían los truenos que cercanos advertían, que no iba a ser tan fácil conocer a San Pedro de Iguaque. Pasaron un par de horas y apenas había ascendido ocho kilómetros y Sora no se perdía de vista, aunque ya se veía un poco lejana. Una cruz en una cima y la lluvia al fondo que se acercaba a acorralarme y a hacerme tomar decisiones complejas, marcaban este difícil y lejano lugar. Estoy muy distante de casa, y la noche está aún más próxima.
Las dos horas restantes de sol no me prometían llegar a aquel pueblito anhelado, más que a una hora, posterior a la vespertina.
Ya las gotas me alcanzaban y golpeaban con fuerza la piel, como agujas gélidas que caían corto punzantes. El camino desprendía un aroma a tierra que me hacia toser el poco aire que ganaba y el frío aquel de los tres mil metros, no se hacia del rogar, quebrando así la voluntad de seguir. Los relámpagos compensaban efímeros, esa luz de sol ya casi ausente y así, he resuelto tomar el camino fácil, el del regreso, el de renunciar derrotado sin que tuviese opción alguna, pues si llego en la noche a casa, no sería nada temprano y estaría envuelto en el frío de aquellos parajes, que no es nada acogedor y menos, saludable. No quería retar la buena y frágil estrella de salud de los últimos meses. Me he dado cuenta que fue peor de lo que imaginaba, pues la fuerte lluvia se convirtió en granizo, sobre estas alturas de montaña.
Casi sin respuesta de los frenos y con las manos petrificadas, regreso a Sora bajo la más torrencial tormenta que convirtió el camino en arroyo y ha desolado las antes pobladas y alegres calles. Allí le pregunto a un policía, por la salida a Cucaita y luego a la autopista Tunja Villa de Leyva y perder todo lo ya recorrido para madrugar y regresar en bus a casa. Escasos 18 kilómetros de bicicleta me separaban de la capital de Boyacá y así, aún lloviendo, me fui a Cucaita en la bicicleta, escurriendo gota a gota, la derrota por un quebrantado y fallido plan, deshecho por aquella tormenta, por las pocas horas de luz que restaban y por la
sobredosis de espontaneidad.
Con la promesa de no volver a menospreciar las distancias ni subestimar el tiempo o el clima que puede cambiar en un segundo y arrebatar lo proyectado, llego pronto a Cucaita, apurado por la poca luz restante del día y ya sin lluvia, pues ella, había planeado ir en la misma dirección, hacia donde yo iba y al final, como escena irónica,
contemplo la estatua del ciclista victorioso en la plaza principal, yendo luego a la autopista, donde debato, sobre el cómo regresar.
A punto estaba de subirme a la bicicleta y volver, pero pasa un bus y en opuesta dirección me recoge, para una hora después, ya en la noche llegar a la fría Chiquinquirá, donde mi querida amiga la señora Blanca, una vez más como desde hace tantos años, abre las puertas de su casita colonial, me brinda su sonrisa y compañía y en la mañana con el alba y su bendición, desciendo desde allí en la bicicleta, a Puente Nacional.
Al día siguiente de ese lunes en donde debía trabajar, mientras recorría temprano en la mañana, la transitada autopista 45A que me llevaría directo a Santander, e ignorando hasta ese momento las ya escritas páginas de experiencias pasadas, caía en cuenta, que estas supuestas derrotas, que hacen que todo plan, no se orqueste al pie de la letra, hacen más dulce la revancha de volver y por fin triunfar.
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Comments (1)
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Muy buen recorrido, acompañado de buenas fotos y una muy buena Crónica, gracias Marius por compartir el trazado.