Vda. San Dimas Puente Nacional. Febrero de 1991. Arrieros, como Nuestros Ancestros.

Recuerdo como se movía el puente colgante a nuestro paso, como si el río nos llamase cual monstruo imantado que quiere devorarnos o a la lluvia que nos cobijaba de un sol, abrazador, llevando el ganado a pastar a tierras más altas, desde donde a nuestros pies, se veía toda nuestra tierra y nuestro pueblo.

Los caminos de herradura los recuerdo, plagados de barro que se atrevía a llegar a las rodillas y nos frenaba el paso, pero de allí salían las libélulas, mariposas, moscas y abejas, las rocas gigantes al píe de la peña, con huellas de dinosaurios, cascadas inimaginables que salían de la montaña, como si esta llorara, aunque de alegría, moritas y guayabas que nos endulzaban la travesía y vástagos jugosos de plátano, para las vacas y toros que seguían nuestros pasos, aunque por momentos, querían devolverse y yo con una débil varita, debía corregir su paso.

¿Ya casi llegamos papá? Yo cansado, me llenaba de valor, kilómetros atrás para hacerle tan insolente pregunta y él con amor me mostraba su rostro sudoroso y sonriente, diciéndome: “esto no es nada mijito, no sea quejambroso” y después me contaba que su propio abuelo, Resurrección Martínez, antiguo dueño de todo lo que mis ojos veían en el paraje de San Dimas, por el que cruzábamos, quien subía a la capital con cacao, panela, maíz, café, yuca y plátano y regresaba con sus mulas de Zipaquirá con sal y dinero, tardaba a lo sumo, más de una semana en esos andares de arriero y así también se hizo dueño de muchos trapiches, a puro pulso y caminar.

Desde lo alto y después de un puntal, celebrábamos haber llegado y nunca olvidaré a aquel hombre a quien admiraba, mirando al horizonte cansado, pero contento diciendo: “esto sí es vida”.