San Lorenzo-y-Pancrudos

Una ruta dura, y no solo por la distancia a recorrer, que sobrepasa los 35 km.

Empezamos algo más tarde de las 8, en una mañana fresca de mediados de agosto: el termómetro no subía de los 7 grados a esa hora. La salida es desde el embalse de la Mansilla, por una pista de cemento que sale de la misma carretera.

La pista hasta el collado que está al pié del San Lorenzo es amplia y, aunque sean 13 km, se hace muy cómodamente. Como se sube desde los 1.000 hasta los 2.000 metros en ese tramo, puede verse la evolución del arbolado. Al principio carrascas, luego robles y hayas, y al final solo pinos laricios, que resisten el frio. Son notabilísimos los enormes robles melojos que hay en el camino y los acebos, que de matorral se han convertido en árbol (puede que midan hasta 6 o 7 m de altura). En esta parte no hay arroyos, o al menos no pasan con agua en este ferragosto.

Desde el pié del San Lorenzo se suben casi 300 m en 2 km hasta la cumbre, pero la subida no se hace costosa, hasta llegar al tramo final. En lo alto, mirando alrededor, uno se da cuenta de que ha merecido la pena el esfuerzo, porque a 2.271 m de altura se ve todo si el día está claro: el Moncayo, el Urbión, la Cebollera...

En la misma cumbre hay una columna metálica en la que se ha colocado a la Virgen de Valbanera (la titular del monasterio cercano): el 10 de agosto se dice misa allí porque es el día del patrón del monte y así demostramos tener todavía una religión animista que adora y teme las manifestaciones de la naturaleza, como hace 20.000 años.

La bajada es por el lado contrario, hacia el norte, hasta el portillo de Nestaza. Se atraviesa la terminal del telesilla. Nosotros atrochamos desde el portillo tirándonos por lo derecho hasta la pista, y antes de llegar visitamos una de las fuentes del río Calamantio, cerca del depósito de agua para incendios. El agua, deliciosa: fresquita y reparadora.

A continuación la cosa se pondría más seria, ya que tomamos de nuevo la pista hasta el collado Artaza y desde allí emprendimos la subida de los Pancrudos, cuatro montes sucesivos en los que el caminante sube y baja como si de una montaña rusa se tratase, todo alrededor de los 2.000 m de altura.. El primero es el más costoso, y los demás, si bien no son cómodos, se hacen más llevaderos porque la pendiente es menor. No obstante, como el camino trascurre por la cuerda, la vista a derecha e izquierda de los valles circundantes es preciosa, y la de las montañas lejanas también.

Bueno, al coronar el último Pancrudo ya habíamos hecho 21,5 km y desde ese punto todo es bajada, que será continua y pronunciada los próximos 7 km (cuidado con las rodillas, que se resienten mucho con tanta pendiente, al tener que soportar todo el cuerpo con desniveles permanentes del 20-30 por ciento). Al pié del Pancrudo hay una caseta de vigilancia de incendios. El foguero nos dió conversación y un ungüento para las maleridas rodillas, antes de seguir bajando. La última parte de este camino se hace siguiendo el arroyo Rigüelo, oyendo la sinfonía del agua bajo las sombras de los robles.

Como sabíamos que haría hambre a estas alturas de la tarde (pasaban de las 4), entramos en la Venta Goyo, cuyos pies baña el Najerilla, a comer y descansar un rato. Hasta aquí casi 31 km, con más de 1.900 de desnivel en subida y en bajada.

En ocasiones como esta se entiende perfectamente por qué hemos tomado del francés, y utilizamos habitualmente como si fuera nuestra, la palabra de raíz latina "restaurante". Entramos hechos un guiñapo y salimos nuevos, rehabilitado tanto en el cuerpo como en el espíritu, y eso que esta vez no estábamos para las judías tradicionales de la venta.

Nos quedaban, tras la "restauración", 5 km por la carretera antes de llegar al comienzo del camino donde habíamos dejado el coche. Unos clientes de la Venta se apiadaron de nosotros y nos acercaron en su vehículo, por lo que en el gráfico de la ruta esta parte figura recorrida a bastante velocidad. La "excusa" para aceptar esta ayuda, impensable en montañeros "curtidos" como nosotros, fue que la tarde era calurosa y el camino por la carretera, aunque llano, se nos antojaba muy pesado. La realidad, quizá, es que nos estamos volviendo mayores y no aguantamos tanto como antaño.