Nevado de Santa Isabel
near Azufrera, Risaralda (Republic of Colombia)
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Itinerary description
Ascenso al nevado de Santa Isabel
Después de la caminata de aclimatación (https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/laguna-verde-y-laguna-de-los-cristales-184842761), una noche (breve) de descanso en el magnífico refugio de El Cisne resulta reparadora. Eso sí, el desayuno es a hora tan baqueteada como las dos de la mañana. Desayunados, nos embarcamos en el coche de Leo (Leonardo Gálvez), con nuestro guía Fernando (Luis Fernando Penagos) y, tras 30 minutos de pista, llegamos al arranque del sendero de Conejeras, hoy llamado sendero del Cambio Climático, a unos 4100 metros de altitud. Empezamos a andar a las tres de la mañana, con todas nuestras capas de abrigo (camiseta, térmica, polar, plumón, impermeable y otras que me dejo) puestas, porque hace un frío pelón.
La noche no es negra del todo, pues la luna menguante no ha menguado aún demasiado. Bajo su protección (es un decir), vamos ascendiendo al ritmo prudente y austero, con generosas paradas, que nos marca nuestro guía Fernando, intentando ignorar un viento tenaz y frío que parece querer disuadirnos. A ratos como luciérnagas, a ratos apagando los frontales, vivimos la experiencia inigualable y casi mágica (o sin casi) de caminar por el páramo de noche, con la luz de la luna apenas esbozando la silueta de los frailejones, o reflejándose fugazmente en alguna pequeña charca.
No deja de ser desconcertante cómo el cansancio es diferente a estas altitudes. Y no es fácil identificar la diferencia; tal vez sea como si los pulmones, por mucho que uno los hinche, no terminaran de estar llenos del todo, y el corazón protestara por tan singular contrasentido. Pero el ritmo pausado y las paradas frecuentes (con hidratación y, a veces, refuerzos energéticos) ayuda; y también ayuda la hoja de coca que nos ponemos en la boca (sin olvidar una ofrenda a la montaña), y el té de coca calentito, o eso dicen, y quiénes somos nosotros para contradecir saberes milenarios. Entre una cosa y otra, mantenemos a raya al soroche (mal de altura), y, sin darnos cuenta, vamos arriba, arriba… (perdón, lo de sin darnos cuenta es una fábula, una licencia poética).
Amanece (que es como le llamamos en aquel momento a una claridad lechosa y difusa que hace acto de presencia con gran discreción) en el momento (o donde) el camino parece apiadarse de nosotros y se suaviza su pendiente, para que podamos respirar y prepararnos para lo que falta.
Pero bueno, para no alargar el relato: nos metemos en una nube, sigue el viento helado, superamos algún tramo un poco (o un bastante, yo diría que incluso un mucho en algún momento) más empinado, a veces ayudados por las manos, el agua de la nube cristaliza en forma de hielo en gafas, mochilas, capuchas. Hemos pasado del páramo al superpáramo, de ahí al periglaciar. El paisaje cambia, ya no es la magia del páramo, sino la dureza árida y mineral de las rocas, la arena, punteada por una vegetación cada vez más escasa y marginal.
Nos acercamos al glaciar, tristemente conscientes de su lenta retirada, como lo atestiguan los carteles que marcan dónde estaba el borde glaciar en años y décadas anteriores. La constatación es dolorosa, es recorrer la agonía de uno de los últimos individuos de una especie en vías de extinción, asistir a la derrota de un gigante sin culpa. Le quedan unos pocos años de vida, o, si se prefiere, de existencia.
Pero las primeras placas de hielo nos animan, estamos cerca. Y al final llegamos. Ahí está: el glaciar. Cobijando la cabeza de la montaña. Escondiendo las rocas por las que hasta aquí hemos caminado. Aún en retirada, en agonía, es grandioso, imponente. Toca ponerse el arnés, los crampones, encordarse.
La subida por el glaciar es breve, sobre todo comparada con lo que llevamos hecho. Estamos metidos en una nube helada, que sigue empeñada en cubrirnos de cristalitos de hielo, y eso hace que el ambiente sea más misterioso. De repente, el guía proclama que hemos llegado. Le creemos, con una pequeña sacudida interior. No se ve nada más allá de unos cuantos pasos, todo blanco, hielo y aire; la ventisca es fuerte. Pero ni nos damos cuenta de que deberíamos estar decepcionado por la poca visibilidad, por no ver las majestuosas cumbres de alrededor, los paramillos, el nevado del Ruiz. La montaña, el glaciar, la altura… nos tienen hechizados, y solo sentimos emoción y gratitud. Estamos en la cumbre del Poleca Kachué, son las ocho de la mañana. No hay más que decir.
El descenso tiene menos historia. A medida que bajamos, la nube helada nos abandona (técnicamente, nosotros la abandonamos a ella). Si volvemos la vista atrás, allá arriba la vemos. Y la miramos casi con agradecimiento, esa nube protegerá al glaciar del calentamiento, aunque sea de manera efímera: unos días, unas semanas más de existencia (cuesta no decir "de vida").
Más abajo, el paisaje se abre, el ritmo de la marcha se intensifica, y ahora ya sufren más las piernas que los pulmones, mientras el corazón contemporiza. Pero se compensa con las vistas del páramo, de las morrenas, de las rocas, que a la subida no vimos, no pudimos o no quisimos ver.
Llegamos realmente cansados (pero no agotados), aunque, sobre todo, eufóricos y emocionados, al parqueadero, donde nos espera Leo; son las 11.
Esta caminata-ascensión la hicimos con Ascenso Andino (https://www.ascensoandinocolombia.com/); de nuevo, de ellos solo podemos decir cosas buenas.
Notas
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(1) Califico el ascenso de "moderado". La mayor parte del recorrido no ofrece dificultad técnica alguna, salvo algún tramo en que hay que echar manos. La parte final, en el glaciar, requiere ir con equipo adecuado. Por lo tanto, es una parte más técnica, pero que tampoco ofrece dificultad, ni riesgo.
(2) La altitud final alcanzada que se indica creo que es errónea. Comprobando con herramientas cartográficas, el punto final se sitúa por encima de los 4900 metros, por lo que el desnivel acumulado ha de ser superior a los 800 metros.
(3) La exigencia física habría que calificarla de alta, pero eso es absolutamente relativo, y depende de la forma física de cada uno, de cómo se aclimata a la altura, de cómo se encuentra ese día, así como de las circunstancias del entorno en el momento de la ascensión. Por dar un dato objetivo, que no sé si es muy útil, diré que el IBP es de 118.
Después de la caminata de aclimatación (https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/laguna-verde-y-laguna-de-los-cristales-184842761), una noche (breve) de descanso en el magnífico refugio de El Cisne resulta reparadora. Eso sí, el desayuno es a hora tan baqueteada como las dos de la mañana. Desayunados, nos embarcamos en el coche de Leo (Leonardo Gálvez), con nuestro guía Fernando (Luis Fernando Penagos) y, tras 30 minutos de pista, llegamos al arranque del sendero de Conejeras, hoy llamado sendero del Cambio Climático, a unos 4100 metros de altitud. Empezamos a andar a las tres de la mañana, con todas nuestras capas de abrigo (camiseta, térmica, polar, plumón, impermeable y otras que me dejo) puestas, porque hace un frío pelón.
La noche no es negra del todo, pues la luna menguante no ha menguado aún demasiado. Bajo su protección (es un decir), vamos ascendiendo al ritmo prudente y austero, con generosas paradas, que nos marca nuestro guía Fernando, intentando ignorar un viento tenaz y frío que parece querer disuadirnos. A ratos como luciérnagas, a ratos apagando los frontales, vivimos la experiencia inigualable y casi mágica (o sin casi) de caminar por el páramo de noche, con la luz de la luna apenas esbozando la silueta de los frailejones, o reflejándose fugazmente en alguna pequeña charca.
No deja de ser desconcertante cómo el cansancio es diferente a estas altitudes. Y no es fácil identificar la diferencia; tal vez sea como si los pulmones, por mucho que uno los hinche, no terminaran de estar llenos del todo, y el corazón protestara por tan singular contrasentido. Pero el ritmo pausado y las paradas frecuentes (con hidratación y, a veces, refuerzos energéticos) ayuda; y también ayuda la hoja de coca que nos ponemos en la boca (sin olvidar una ofrenda a la montaña), y el té de coca calentito, o eso dicen, y quiénes somos nosotros para contradecir saberes milenarios. Entre una cosa y otra, mantenemos a raya al soroche (mal de altura), y, sin darnos cuenta, vamos arriba, arriba… (perdón, lo de sin darnos cuenta es una fábula, una licencia poética).
Amanece (que es como le llamamos en aquel momento a una claridad lechosa y difusa que hace acto de presencia con gran discreción) en el momento (o donde) el camino parece apiadarse de nosotros y se suaviza su pendiente, para que podamos respirar y prepararnos para lo que falta.
Pero bueno, para no alargar el relato: nos metemos en una nube, sigue el viento helado, superamos algún tramo un poco (o un bastante, yo diría que incluso un mucho en algún momento) más empinado, a veces ayudados por las manos, el agua de la nube cristaliza en forma de hielo en gafas, mochilas, capuchas. Hemos pasado del páramo al superpáramo, de ahí al periglaciar. El paisaje cambia, ya no es la magia del páramo, sino la dureza árida y mineral de las rocas, la arena, punteada por una vegetación cada vez más escasa y marginal.
Nos acercamos al glaciar, tristemente conscientes de su lenta retirada, como lo atestiguan los carteles que marcan dónde estaba el borde glaciar en años y décadas anteriores. La constatación es dolorosa, es recorrer la agonía de uno de los últimos individuos de una especie en vías de extinción, asistir a la derrota de un gigante sin culpa. Le quedan unos pocos años de vida, o, si se prefiere, de existencia.
Pero las primeras placas de hielo nos animan, estamos cerca. Y al final llegamos. Ahí está: el glaciar. Cobijando la cabeza de la montaña. Escondiendo las rocas por las que hasta aquí hemos caminado. Aún en retirada, en agonía, es grandioso, imponente. Toca ponerse el arnés, los crampones, encordarse.
La subida por el glaciar es breve, sobre todo comparada con lo que llevamos hecho. Estamos metidos en una nube helada, que sigue empeñada en cubrirnos de cristalitos de hielo, y eso hace que el ambiente sea más misterioso. De repente, el guía proclama que hemos llegado. Le creemos, con una pequeña sacudida interior. No se ve nada más allá de unos cuantos pasos, todo blanco, hielo y aire; la ventisca es fuerte. Pero ni nos damos cuenta de que deberíamos estar decepcionado por la poca visibilidad, por no ver las majestuosas cumbres de alrededor, los paramillos, el nevado del Ruiz. La montaña, el glaciar, la altura… nos tienen hechizados, y solo sentimos emoción y gratitud. Estamos en la cumbre del Poleca Kachué, son las ocho de la mañana. No hay más que decir.
El descenso tiene menos historia. A medida que bajamos, la nube helada nos abandona (técnicamente, nosotros la abandonamos a ella). Si volvemos la vista atrás, allá arriba la vemos. Y la miramos casi con agradecimiento, esa nube protegerá al glaciar del calentamiento, aunque sea de manera efímera: unos días, unas semanas más de existencia (cuesta no decir "de vida").
Más abajo, el paisaje se abre, el ritmo de la marcha se intensifica, y ahora ya sufren más las piernas que los pulmones, mientras el corazón contemporiza. Pero se compensa con las vistas del páramo, de las morrenas, de las rocas, que a la subida no vimos, no pudimos o no quisimos ver.
Llegamos realmente cansados (pero no agotados), aunque, sobre todo, eufóricos y emocionados, al parqueadero, donde nos espera Leo; son las 11.
Esta caminata-ascensión la hicimos con Ascenso Andino (https://www.ascensoandinocolombia.com/); de nuevo, de ellos solo podemos decir cosas buenas.
Notas
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(1) Califico el ascenso de "moderado". La mayor parte del recorrido no ofrece dificultad técnica alguna, salvo algún tramo en que hay que echar manos. La parte final, en el glaciar, requiere ir con equipo adecuado. Por lo tanto, es una parte más técnica, pero que tampoco ofrece dificultad, ni riesgo.
(2) La altitud final alcanzada que se indica creo que es errónea. Comprobando con herramientas cartográficas, el punto final se sitúa por encima de los 4900 metros, por lo que el desnivel acumulado ha de ser superior a los 800 metros.
(3) La exigencia física habría que calificarla de alta, pero eso es absolutamente relativo, y depende de la forma física de cada uno, de cómo se aclimata a la altura, de cómo se encuentra ese día, así como de las circunstancias del entorno en el momento de la ascensión. Por dar un dato objetivo, que no sé si es muy útil, diré que el IBP es de 118.
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