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Barranc dels Horts

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Trail stats

Distance
7.23 mi
Elevation gain
1,230 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
1,230 ft
Max elevation
3,429 ft
TrailRank 
35
Min elevation
2,418 ft
Trail type
Loop
Moving time
2 hours 53 minutes
Time
3 hours 53 minutes
Coordinates
2070
Uploaded
February 2, 2022
Recorded
February 2022
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near Benassal, Valencia (España)

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Barranc dels Horts


Durante la madrugada del 31 de agosto de 2012, el matemático japonés Shinichi Mochizuki publicó cuatro artículos en su blog. Sus más de quinientas páginas contienen la prueba de una de las conjeturas más importantes de la teoría de números, conocida como a + b = c.
Hasta hoy nadie ha sido capaz de comprenderla.
Mochizuki había trabajado en aislamiento durante años, desarrollando una teoría matemática que no se parecía a nada que se hubiera conocido antes.
Luego de subirla a su blog, no le hizo ninguna publicidad. No la envió a publicaciones especializadas ni la presentó en congresos. Uno de los primeros en enterarse de su existencia fue Akio Tamagawa, su colega del Instituto de Investigación de Ciencias Matemáticas de la Universidad de Kioto, quien mandó los artículos a Ivan Fesenko, teórico de números en la Universidad de Nottingham, adjuntos en un correo que solo contenía una pregunta:
«¿Mochizuki resolvió a + b = c?»
Fesenko apenas pudo contener su ansiedad mientras bajaba los cuatro pesados archivos a su computador. Pasó diez minutos mirando el avance de la barra de descargas, y luego se encerró durante dos semanas a estudiar la prueba, pidiendo comida a domicilio y durmiendo solo cuando el agotamiento lo exigía. Su respuesta a Tamagawa fueron tres palabras:
«Entender es imposible.»
En diciembre de 2013, un año después que Mochizuki publicara sus artículos, algunos de los matemáticos más prominentes del mundo se reunieron en Oxford para estudiar la prueba. El entusiasmo reinó durante los primeros días del seminario. Los razonamientos del japonés comenzaban a volverse comprensibles y en la noche del tercer día el rumor de que un avance gigantesco estaba a punto de ocurrir comenzó a correr por la web, en foros y comunidades especializadas.
Al cuarto día todo se vino abajo.
A partir de cierto punto nadie era capaz de seguir los argumentos del japonés. Las mejores mentes matemáticas del planeta estaban perplejas y no había quien pudiera ayudarles. Mochizuki se había negado a participar del encuentro.
La nueva rama de las matemáticas que el japonés había creado para probar la conjetura era tan bizarra, abstracta y adelantada a su tiempo que un teórico de la Universidad de Wisconsin-Madison dijo que al estudiarla se sentía leyendo un paper que venía del futuro: «Todos los que se han acercado a esta cosa son personas razonables, pero, una vez que comienzan a analizarla, se vuelven incapaces de hablar de ella.»
Los pocos que han podido seguir el nuevo sistema de Mochizuki lo suficiente para entender aunque sea una parte dicen que se trata de una serie de relaciones que subyacen a los números, escondidas a simple vista. «Para comprender mi trabajo es necesario que desactiven los patrones de pensamiento que han instalado en sus cerebros y que han dado por sentados durante tantos años», escribió Mochizuki en su blog.
Nació en Tokio y desde muy joven se hizo famoso por su capacidad de concentración, que sus pares caracterizaban de sobrehumana. De niño sufrió ataques de mudez que se fueron intensificando durante su adolescencia, hasta que oírlo hablar pasó a ser algo excepcional. Tampoco podía resistir la mirada de los demás y caminaba con los ojos fijos en el suelo, una costumbre que le generó una pequeña joroba que no alcanzaba a disminuir su indudable atractivo físico; su frente alta, pelo negro engominado y anteojos gigantescos le daban un parecido sorprendente a Clark Kent, el álter ego de Superman.
Entró a Princeton cuando tenía solo dieciséis años y a los veintitrés ya tenía un doctorado. Luego de pasar dos años en Harvard, se mudó de vuelta a Japón, donde aceptó un puesto de profesor en el Instituto de Investigación de Ciencias Matemáticas de la Universidad de Kioto, con la condición de que le permitieran dedicarse exclusivamente a la investigación, sin tener que dar clases. A principios de la década de 2000 dejó de participar en conferencias internacionales. En los años siguientes su radio de acción se volvió cada vez más estrecho. Primero se limitó a viajar dentro de Japón, luego no se aventuró más allá de la prefectura de Kioto, y finalmente sus desplazamientos se redujeron al estrecho circuito que unía su departamento y su pequeña oficina en la universidad.
Desde la ventana de su oficina, tan ordenada como el interior de un templo, se alcanza a ver el monte Daimonji, en cuya ladera, una vez al año, los monjes queman una escultura gigantesca durante el festival O-Bon, la cual tiene la forma del kanji 大, cuya silueta es la de un hombre con los brazos estirados al máximo. El kanji significa enorme/alto/monumental, y expresa una grandilocuencia similar a la que Mochizuki empleó para bautizar su nueva rama de las matemáticas, a la que llamó, sin un asomo de modestia o ironía, teoría Teichmüller Inter-Universal.
La conjetura a + b = c toca los fundamentos de las matemáticas. Postula una profunda e inesperada relación entre las propiedades aditivas y multiplicativas de los números. De ser cierta, se convertiría en una herramienta poderosísima, capaz de resolver de manera casi automática una inmensa variedad de enigmas. Pero la ambición de Mochizuki había sido aún mayor; no se limitó a probar la conjetura, sino que creó una nueva geometría que obligaba a pensar en los números de una forma radicalmente diferente. Según Yuichiro Yamashita, uno de los pocos que dice haber comprendido el alcance real de la teoría Inter-Universal, Mochizuki ha creado un universo completo del cual él es, por el momento, el único habitante.
Las negativas de Mochizuki a dar entrevistas, presentar él mismo sus resultados o siquiera referirse a su prueba en otro idioma que no fuera el japonés levantaron las primeras sospechas. Algunos dijeron que todo era un elaborado engaño. Otros, que sufría un desequilibrio psíquico, y como prueba señalaron su creciente fobia social y el aislamiento en que trabajaba.
Las cosas parecieron mejorar en 2014, cuando Mochizuki anunció que viajaría a Francia, en noviembre de ese año, a presentar su trabajo en un seminario en la Universidad de Montpellier. Los cupos se agotaron de inmediato y Mochizuki fue recibido por el rector de la universidad como si fuera realeza, pero nunca se presentó a dictar el seminario. Desapareció por una semana sin que nadie supiera adónde había ido, y el día anterior al comienzo de sus charlas los guardias lo expulsaron del campus tras un confuso accidente.
Al volver a Japón, Mochizuki retiró la prueba de su blog y amenazó con acciones legales contra cualquiera que intentara publicarla. Sufrió una ola de ataques por parte de sus críticos más acérrimos, mientras que sus colegas asumieron que el japonés había descubierto una falla esencial en la lógica de su propia prueba. Mochizuki lo negó, pero no dio explicaciones. Renunció a su puesto en la Universidad de Kioto y antes de cerrar su blog escribió una última entrada, la cual decía que incluso en las matemáticas ciertas cosas debían permanecer ocultas para siempre, «por el bien de todos nosotros». Su gesto, incomprensible y aparentemente caprichoso, solo confirmó lo que muchos temían: Mochizuki había sucumbido a la maldición de Grothendieck.
Alexander Grothendieck fue uno de los matemáticos más importante del siglo XX. Durante un arranque creativo prácticamente sin par en la historia de la ciencia, revolucionó la forma de entender el espacio y la geometría no una sino dos veces. La fama internacional de Mochizuki nació en 1996, cuando fue capaz de probar una de las conjeturas que Grothendieck había planteado, y quienes conocieron al japonés en la universidad dan fe de que lo consideraba su maestro.
Lectura obligatoria para todos los matemáticos del mundo, Grothendieck había liderado un equipo que produjo decenas de miles de páginas, una obra colosal y amedrentadora. La mayor parte de los estudiantes aprende solo lo necesario para avanzar en sus propios campos, pero incluso eso puede llevarles años. Mochizuki, en cambio, comenzó a leer el primer tomo de las obras completas de Grothendieck durante su pregrado y no se detuvo hasta llegar al último.
Minhyong Kim, compañero de cuarto de Mochizuki en Princeton, recuerda haberlo encontrado a medianoche delirando, tras días sin dormir ni comer. Exhausto y deshidratado, el japonés balbuceaba incoherencias, con las pupilas dilatadas como las de un búho. Hablaba del «corazón del corazón», una extraña entidad que Grothendieck había descubierto en el centro de las matemáticas y que lo había desquiciado por completo. A la mañana siguiente, cuando Kim le pidió explicaciones, Mochizuki lo miró sin entender. No guardaba ningún recuerdo de la noche anterior.
Entre 1958 y 1973, Alexander Grothendieck reinó sobre las matemáticas como un príncipe ilustrado, atrayendo a su órbita a las mejores mentes de su generación, quienes postergaron sus propias investigaciones para participar de un proyecto tan ambicioso como radical: develar las estructuras que subyacen a todos los objetos matemáticos.
Su manera de enfrentar el trabajo era excepcional. Aunque fue capaz de resolver tres de las cuatro conjeturas de Weil, los mayores enigmas matemáticos de su época, a Grothendieck no le atraían los problemas difíciles ni le interesaban los resultados finales. Su afán era alcanzar una comprensión absoluta de los fundamentos, por lo que construía complejas arquitecturas teóricas alrededor de las interrogantes más simples, rodeándolas con un ejército de nuevos conceptos. Bajo la suave y paciente presión de la razón de Grothendieck, las soluciones parecían brotar por sí mismas, revelándose por voluntad propia, «como una nuez que se abre tras permanecer sumergida bajo el agua durante meses».
Lo suyo fue la generalización, el zoom out llevado al paroxismo. Cualquier dilema se volvía sencillo si uno lo miraba desde la distancia suficiente. No le interesaban los números, las curvas, las rectas ni ningún otro objeto matemático en particular: lo único que importaba era la relación entre ellos. «Tenía una sensibilidad extraordinaria a la armonía de las cosas», recuerda uno de sus discípulos, Luc Illusie. «No es solo que haya introducido nuevas técnicas y probado grandes teoremas: cambió la forma en que pensamos sobre las matemáticas.»
Su obsesión fue el espacio y una de sus mayores genialidades fue expandir la noción del punto. Ante la mirada de Grothendieck, el humilde punto dejó de ser una posición sin dimensiones para bullir con complejas estructuras internas. Donde otros veían algo sin profundidad, tamaño, anchura ni largura, Alexander vio un universo entero. Desde Euclides no se había propuesto algo tan audaz.
Durante años dedicó toda su energía a las matemáticas, doce horas al día, siete días a la semana. No leía diarios, no veía televisión ni conocía el cine. Le gustaban las mujeres feas, los departamentos derruidos, las habitaciones decrépitas. Trabajaba encerrado en una oficina fría con la pintura descascarada cayendo de las paredes, de espaldas a la única ventana, con solo cuatro objetos en toda la pieza: la máscara mortuoria de su madre, una pequeña escultura de una cabra hecha con alambre, una urna llena de aceitunas españolas y un retrato de su padre, dibujado en el campo de concentración de Le Vernet.
Alexandr Shapiro, Alexandr Tanaroff, Sasha, Piotr, Serguéi. Nadie conoce el verdadero nombre de su padre, ya que usó múltiples alias mientras participaba de los movimientos anarquistas que sacudieron Europa a principios del siglo. Ucraniano de origen jasídico, a los quince años fue arrestado en Rusia por las fuerzas zaristas junto a sus camaradas y sentenciado a muerte. Fue el único de ellos que sobrevivió. Durante tres semanas lo arrastraron de su celda al patíbulo, donde vio cómo sus compañeros eran fusilados, uno tras otro. Recibió el perdón debido a su edad y fue condenado a pasar el resto de su vida en prisión. Fue liberado diez años después, durante la revolución rusa de 1917, y se sumergió de cabeza en una serie de conspiraciones clandestinas, complots secretos y partidos revolucionarios. Perdió el brazo izquierdo, aunque no se sabe si fue debido a un asesinato frustrado, un intento de suicidio o una bomba que estalló en sus manos antes de tiempo. Se ganó la vida como fotógrafo callejero. En Berlín conoció a la madre de Alexander y juntos se mudaron a París. En 1939 fue arrestado por el gobierno de Vichy e internado en Le Vernet. Deportado a Alemania en 1942, murió envenenado con Zyklon B en una de las cámaras de gas de Auschwitz.
Alexander heredó su apellido de su madre, Johanna Grothendieck, una mujer que escribió durante toda su vida, aunque nunca pudo publicar sus novelas y poemas. Cuando conoció al padre de Alexander estaba casada y trabajaba como periodista en un diario de izquierda. Abandonó a su marido y se unió a la lucha revolucionaria con su nuevo amante. Cuando Alexander tenía cinco años, su madre lo dejó en manos de un pastor protestante para viajar a España y pelear por la causa anarquista en la Segunda República, y luego contra las fuerzas de Franco. Tras la derrota de las tropas republicanas se refugió en Francia con su marido y desde allí mandó a buscar a su hijo. Johanna y Alexander fueron declarados «indeseables» por el gobierno francés y trasladados, junto a «hombres extranjeros sospechosos» que formaban parte de las Brigadas Internacionales y refugiados que huían de la Guerra Civil española, al campo de Rieucros, cerca de Mende, donde Johanna contrajo tuberculosis. Cuando la guerra terminó Alexander había cumplido diecisiete años. Sobrevivió con su madre en la extrema pobreza cosechando uvas en las afueras de Montpellier, ciudad donde comenzó sus estudios superiores. La relación entre la madre y el hijo fue cercana y enfermiza. Johanna murió por un rebrote de tuberculosis en 1957.
Cuando Grothendieck aún era un estudiante de pregrado en la Universidad de Montpellier, su profesor Laurent Schwartz le pasó un artículo que había publicado hacía poco y que incluía catorce grandes problemas no resueltos. Su idea era que Alexander eligiera uno de ellos para su tesis de grado. El joven, que se aburría enormemente en clases y era incapaz de seguir instrucciones, volvió tres meses después. Schwartz le preguntó cuál había elegido y qué tan lejos había podido avanzar. Alexander lo miró sin entender. Los había solucionado todos.
Aunque su talento llamó la atención de todos quienes lo conocieron, le costó mucho encontrar trabajo en Francia; debido a los constantes desplazamientos de sus padres, Alexander carecía de nacionalidad. Apátrida, su único documento de identidad era su pasaporte de Nansen, que lo sindicaba como un refugiado sin Estado.
Era físicamente imponente, alto, delgado y atlético, con una mandíbula cuadrada, hombros anchos y una gran nariz de toro. Las comisuras de sus labios gruesos se curvaban hacia arriba, dándole una expresión maliciosa, como si supiera un secreto que los demás ni siquiera sospechamos. Cuando empezó a perder el pelo, se rapó la cabeza por completo. En fotos parece el gemelo de Michel Foucault.
Gran boxeador, fanático de Bach y de los últimos cuartetos de Beethoven, amaba la naturaleza y veneraba el olivo «modesto y longevo, lleno de sol y de vida», pero sobre todas las cosas de este mundo, incluidas las matemáticas, sentía una verdadera devoción por la escritura, al punto de ser incapaz de pensar si no era por escrito. Escribía con tanto fervor que en algunos de sus manuscritos el lápiz ha traspasado por completo el papel. Cuando hacía cálculos trazaba las ecuaciones en sus cuadernos y luego las repasaba una y otra vez, engrosando cada símbolo hasta volverlo ininteligible, solo por el placer físico que le causaba sentir el rasguño del grafito sobre el papel.
En 1958, el millonario francés Léon Motchane construyó el Instituto de Estudios Científicos Avanzados en las afueras de París como un traje hecho a la medida de la ambición de Grothendieck. Allí, y con solo treinta años, Alexander anunció un programa de trabajo para refundar las bases de la geometría y unificar todas las ramas de las matemáticas. Una generación completa de profesores y estudiantes se subyugó al sueño de Alexander, quien predicaba en voz alta mientras ellos tomaban notas, expandían sus argumentos, escribían borradores y volvían a corregirlos al día siguiente. El más devoto de todos ellos, Jean Dieudonné, se despertaba cuando aún no había salido el sol para ordenar los apuntes de la jornada anterior antes de que Grothendieck irrumpiera en la sala a las ocho en punto, en la mitad de una discusión consigo mismo que podía haber comenzado en el pasillo. El seminario produjo varios volúmenes que suman más de veinte mil páginas y logran unir la geometría, la teoría de los números, la topología y el análisis complejo.
La unificación de las matemáticas es un sueño que solo las mentes más ambiciosas han perseguido. Descartes fue uno de los primeros en demostrar que las formas geométricas pueden ser descritas por ecuaciones. Cuando uno escribe x2 + y2 = 1 está describiendo un círculo perfecto. Cada solución posible de esta ecuación general representa un círculo dibujado sobre un plano. Pero si uno considera no solo los números reales y el plano cartesiano sino los espacios bizarros de los números complejos, aparece una serie de círculos de diversos tamaños que se mueven como algo vivo, creciendo y evolucionando en el tiempo. Parte del genio de Grothendieck fue reconocer que había una entidad mayor que se escondía detrás de cualquier ecuación algebraica. Bautizó ese algo como esquema. Estos esquemas generales daban vida a las soluciones individuales, las cuales no eran más que sombras y proyecciones ilusorias que brotaban como «los contornos de una costa rocosa iluminados de noche por la luz giratoria de un faro».
Alexander era capaz de crear un universo matemático entero para una sola ecuación. Sus topos, por ejemplo, eran espacios infinitos que desafiaban los límites de la imaginación y que Grothendieck comparaba con «el lecho de un río tan vasto y profundo que todos los caballos de todos los reyes podrían beber juntos de él». Pensar en ellos exigía una forma distinta de concebir el espacio, como había ocurrido cincuenta años antes con las ideas de Albert Einstein.
Adoraba escoger le mot juste para los conceptos que descubría, como una forma de amansarlos y volverlos familiares antes de que fueran comprendidos en su totalidad. Sus étales, por ejemplo, evocan las olas tranquilas y dóciles de la marea baja, el mar como un espejo inmóvil, la superficie de un ala estirada al máximo o las sábanas con que se arropa a un recién nacido.
Era capaz de dormir a voluntad, la cantidad de horas que quisiera, para luego dedicar toda su energía al trabajo. Podía empezar a desarrollar una idea por la mañana y no moverse de su escritorio hasta la madrugada del día siguiente, forzando la vista bajo la luz de una vieja lámpara de keroseno. «Era fascinante trabajar con un genio», recuerda su amigo Yves Ladegaillerie. «No me gusta esa palabra, pero para Grothendieck no hay otra. Era fascinante pero también aterrador, porque ese hombre no era parecido a los demás seres humanos.»
Su capacidad de abstracción no conocía límites. Podía dar saltos insospechados a categorías superiores y trabajar en órdenes de magnitud que nadie antes se había atrevido a explorar. Formulaba sus problemas removiendo una capa tras otra, simplificando y abstrayendo hasta que parecía no quedar nada, para luego encontrar, en ese vacío aparente, las estructuras que había estado buscando.
«Mi primera impresión al verlo dictar una conferencia fue que había sido transportado a nuestro planeta desde una civilización alienígena de algún sistema solar lejano para acelerar nuestra evolución intelectual», dijo de él un profesor de la Universidad de California Santa Cruz. Sin embargo, y a pesar de su radicalidad, los paisajes matemáticos que Grothendieck descubría en sus ejercicios de abstracción no parecían artificiales. A los ojos de un matemático se revelaban como un entorno natural, ya que Alexander no imponía su voluntad sobre las cosas sino que dejaba que crecieran por sí mismas, y el resultado poseía una belleza orgánica, como si cada idea hubiera brotado y crecido fruto de su propio impulso.
En 1966 fue galardonado con la Medalla Fields, conocida como el Nobel de las Matemáticas, pero se negó a viajar a Moscú para recibirla, en protesta por el encarcelamiento de los escritores Yuli Daniel y Andréi Siniavski.
Durante dos décadas su dominio fue tan abrumador que René Thom, otro brillante ganador de la Fields, reconoció haber abandonado las matemáticas puras al sentirse «oprimido» por la aplastante superioridad de Grothendieck. Abatido y frustrado, Thom desarrolló una teoría sobre las catástrofes que describe las siete maneras en que un sistema dinámico cualquiera –sea un río, una falla tectónica o la mente de un ser humano– puede perder su equilibrio y colapsar súbitamente, cayendo en el desorden y el caos.
«Lo que me estimula no es la ambición ni el afán de poder. Es la percepción aguda de algo grande, muy real y muy delicado a la vez.» Grothendieck continuó empujando la abstracción hacia límites cada vez más extremos. No alcanzaba a conquistar un territorio cuando ya se preparaba a expandir sus fronteras. La cima de sus investigaciones fue el concepto de motivo: un haz de luz capaz de alumbrar todas las encarnaciones posibles de un objeto matemático. «El corazón del corazón», llamó a esa entidad ubicada en el epicentro del universo matemático, de la cual no conocemos salvo sus más lejanos destellos.
Incluso sus colaboradores más cercanos consideraron que había ido demasiado lejos. Grothendieck quería atrapar el sol en una mano, desenterrar la raíz secreta capaz de unir innumerables teorías sin ninguna relación aparente. Le dijeron que era un proyecto imposible, más parecido a los delirios de un megalómano que a un programa de investigación científica. Alexander no escuchó. De tanto ahondar en los fundamentos, su mente había tropezado con el abismo.
En 1967 viajó durante dos meses a Rumania, Argelia y Vietnam para impartir una serie de seminarios. Uno de los colegios donde enseñó en Vietnam luego fue bombardeado por tropas norteamericanas; murieron dos profesores y decenas de alumnos. Al volver a Francia ya no era el mismo. Influenciado por el movimiento del 68 que rugía a su alrededor, en una clase magistral en la Universidad de París en Orsay, llamó a más de un centenar de alumnos a renunciar a «la práctica vil y peligrosa» de las matemáticas, a la luz de las amenazas que enfrentaba la humanidad. No eran los políticos los que acabarían con el planeta, les dijo, sino los científicos como ellos que «caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis».
Desde ese día se negó a participar de ningún congreso si no le permitían dedicar una cantidad de tiempo equivalente a la ecología y el pacifismo. En sus charlas regalaba manzanas e higos cultivados en su jardín y advertía sobre el poder destructivo de las ciencias: «los átomos que despedazaron Hiroshima y Nagasaki no fueron separados por los dedos grasientos de un general, sino por un grupo de físicos armados con un puñado de ecuaciones». Grothendieck no podía dejar de cuestionar su efecto sobre el mundo. ¿Qué nuevos horrores nacerían de una comprensión total como la que él buscaba? ¿Qué haría el hombre si fuera capaz de tocar el corazón del corazón?
En 1970, en el punto más alto de su fama, creatividad e influencia, renunció al Instituto de Estudios Científicos Avanzados al enterarse de que recibía fondos del Ministerio de Defensa francés.
En los años siguientes, abandonó a su familia, renegó de sus amigos, repudió a sus colegas y huyó del resto del mundo.
«El gran giro»; así llamó Grothendieck al cambio que alteró la dirección de su vida a los cuarenta y dos años. De golpe se vio poseído por el espíritu de su época: se obsesionó con la ecología, con el complejo militar-indus

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