Inicio y Fin, Abril de 1990

Érase una vez, un niño, nacido en tierras que otras manos de otra parte, volvieron ajenas, más allá de lo imaginable y antes de estallar la aurora de un día cualquiera, dejar ese lugar y las personas que le amaron y enseñaron a crecer, para siempre, era la diferencia entre la vida o la muerte; este es un lugar lejano, un lugar que hoy no existe.

Creciendo y aprendiendo, mi padre se ha propuesto mientras trabaja, a enseñarme a montar en bicicleta y su amigo Don Simón, el único mecánico de bicicletas del pueblo, y antiguo guerrero de batallas profesionales, sobre los caballos de acero, me ha prestado una, con la que podría aprender, por la vieja calle real empedrada, frente a la antigua Normal de Señoritas. "Me espera aquí, mientras tomo una foto y ya salgo", dijo mi papá, mientras se iba a su local, donde con mi madre, se ganaban la vida, perpetuando recuerdos en papel.

Le desobedecí, me sentí valiente, creía que la bicicleta y yo ya éramos y estábamos listos, que viviríamos muchas aventuras juntos, que llegaría a muchos lugares más allá del alcance de la vista en un horizonte infestado de montañas y en un diciembre cercano, tendría el gusto de pedalear con mi propia bicicleta y todo aquello me dio fuerzas para dar los primeros pedalazos sin la ayuda de mi padre.

Respiré profundo y me lancé del andén a la calle y me sentía libre, pero fue el último recuerdo que tuve, pues despierto en una cama de la casa de enfrente, viendo al doctor del pueblo y su mano en mi frente con un trapo húmedo; comencé a sentir un dolor de cabeza, tan ruidoso que silenciaba mis propios pensamientos y ventana con balcón, que fue testigo de lo que pasó, por ver justo frente a la calle donde solo me atreví a pedalear, danzaba con la música del mareo. "Lo atropellaron mijo", me dijo en firme voz el doctor Medina y el señor que iba al volante, amigo también de mi padre, no pudo hacer más que rezar y pedir perdón, para que despertara y sintió alivio, junto a mi papá, cuando abrí poco después los ojos. Aún décadas después, puedo ver en mis recuerdos, como se llevó las manos a la cabeza al verme bajo las ruedas de esa chiva multicolor, justo antes de caer en los brazos de la inconsciencia. A mí solo me quedaba un miedo terrible a las bicicletas y un salto explicable del gusto al trauma.

Pedaleando, un principio seguro, pero quizá un fin rotundo.