Grosse Scheidegg. Grindelwald (Switzerland)
near Grindelwald, Canton de Berne (Switzerland)
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Itinerary description
FUENTE. "Ascensiones Secretas" de Daniel Fribe y Pete Goding.
Grosse Scheidegg
1.962 m
Escribir de la cara norte del Eiger es, parafraseando lo que alguien dijo sobre el periodismo musical, tan absurdo como bailar arquitectura. Desde que hombres y mujeres intentan escalar el Mordwand o «Muro asesino» del Eiger, este se ha dedicado a trivializar la vida humana, tal como sugiere su apodo, y con las palabras ha hecho algo parecido. Un montañero nos diría que esto no es nuevo para ellos y que no solo ocurre en el Eiger. Siempre supieron que la única forma de dar voz a una montaña era escalándola. En el caso de la vertiente norte del Eiger, la cuestión era cómo hacerlo. Hasta 1935, mucho tiempo después de que consiguieran domarse casi todas las cumbres atractivas de los Alpes (Cervino, Mont Blanc, Meije, etcétera), nadie se lo había llegado a plantear. Como apunta Fergus Fleming en Killing Dragons: «El Eigerwand no era escalable, en términos rigurosos. Tenía grandes pendientes, hielo y estaba deteriorado». Aquellos que lo intentaran serían «trastornados mentales», corroboraba Edward Lisle, presidente del Club Alpino, en diciembre de 1937. Cosas parecidas se habían dicho sobre los ciclistas que querían subir a las cimas del Tourmalet o del Galibier, o por lo menos sobre los organizadores del Tour que los obligaban a hacerlo, esos «bandidos» y «asesinos». Pero ni el Tourmalet ni el Galibier pueden considerarse los Eiger del ciclismo. Los ciclistas han tenido una forma más auténtica y visceral de experimentar la magia del Eiger desde que en 1966 se construyera una diminuta carretera entre Grindelwald y el Grosse Scheidegg, que emergía justo frente al Eiger, como una bofetada mal dirigida. Ayuda que la ruta de Grindelwald sea difícil, con sus 9,95 kilómetros al 9,1 %. No de una dificultad comparable a la del Eiger, pero suficiente como para situar el Grosse Scheidegg entre los principales rompepiernas de los Alpes, no muy por debajo del Mortirolo desde Mazzo di Valtellina (12,5 kilómetros al 10,5 %) o del monte Zoncolan desde Ovaro (10,1 kilómetros al 11,9 %). Además, está totalmente cerrado al tráfico (excepto los autobuses) en los últimos siete kilómetros. La carretera, serpenteante y de pendiente engañosa, escala cruelmente en una sucesión de curvas que atraviesan pastos, hasta desembocar en un amplio altiplano por debajo del Wetterhorn (3.692 metros). Desde el Berghotel, en la cima del Grosse Scheidegg, el Eiger se ve casi de perfil, como un trozo de cristal que corta el horizonte. La carretera desde Meiringen, al otro lado del puerto, solo se terminó en 1979. Tiene 16 kilómetros más que la escalada desde Grindelwald y es muy irregular, alterna kilómetros enteros al 10 % con tramos largos de falso llano. Después de Meiringen, la carretera pasa junto a las cataratas de Reichenbach, donde Sherlock Holmes y su enemigo, el profesor Moriarty, forcejean antes de caer al vacío en El problema final, de Arthur Conan Doyle. Fue sir Henry Lunn, fundador de la desaparecida agencia de viajes Lunn Poly, quien sugirió y mostró la localización a Conan Doyle. Más arriba, la carretera emerge en tierras de labranza y el Eiger se eleva por encima de la silueta de la cordillera, como un iceberg que sale del mar. Desde este lado atacaría la Vuelta a Suiza por primera vez el Grosse Scheidegg en 1996, con la aplastante victoria del austríaco Peter Luttenberger, que finalmente se llevaría la carrera. Tres años más tarde el ganador sería el italiano Gilberto Simoni, en una etapa hasta Grindelwald en la que aparecerían primero los puertos de San Gotardo y Susten, y después el Grosse Scheidegg. En 2010, por último, un extraordinario eslalon a la entrada de Grindelwald permitió a Peter Sagan alcanzar y adelantar al líder en solitario, Damiano Cunego, y llevarse la tercera etapa. Dejando a un lado la belleza o la dificultad de la cima, Fabian Cancellara, el mejor ciclista suizo de la generación actual, afirma que el Grosse Scheidegg es especial. «No puedes evitar la emoción del Eiger —dice Cancellara—. No puedes evitar mirar hacia arriba y sentir un enorme respeto por las personas que lo escalaron y murieron. A veces, sobre la bici, te sientes como un montañero y percibes esa conexión con el Grosse Scheidegg. Además, claro, es un lugar precioso.” Es cierto, pero los primeros escaladores que se atrevieron con la cara norte, los bávaros Max Sedlemeyer y Karl Mehringer, no iban por las vistas. Salieron, sin decírselo a nadie, en las primeras horas del 21 de agosto de 1935. Cuando amaneció, el rumor se había extendido y el pueblo de Grindelwald se agolpaba alrededor de unos telescopios que apuntaban a aquellos puntos minúsculos en pleno avance por la pared rocosa. Cinco días después, para asombro general, Sedlemeyer y Mehringer seguían ganando altitud, aunque solo porque las avalanchas y los desprendimientos habían hecho imposible que dieran la vuelta. Los alemanes serían las primeras dos víctimas de las 66 que ha acumulado la escalada hasta el verano de 2012. El diminuto saliente en el que murieron congelados, a 2.300 metros sobre Grindelwald y con un ancho no superior a dos metros, se conoce desde entonces como “Vivac de la Muerte».
Aunque el episodio quizá más triste del Eiger llegaría en el verano siguiente. La carrera por superar lo que los montañeros llamaban “el ultimo problema de los Alpes» había llegado a su punto álgido. Tanto es así que dos parejas de escaladores, una alemana y otra austriaca se encontraron durante la escalada y decidieron unir fuerzas. En tres días casi habían llegado al Vivac de la Muerte. Entonces un miembro de la expedición sufrió un golpe de mala suerte (o de una roca, para más precisos) e hizo ineludible la retirada. Al poco un operario de avanzada edad de la estación de tren de Eigerwand (un escondrijo a 1.000 metros de la cima), empezaba a llamarlos a voces. Desde cientos de metros más arriba llegaban los gritos de los escaladores que a él le parecieron tranquilizadores. «¡Estaremos ahí enseguida!” Al oír esto, Albert von Allmen se preparó para recibirlos, pero dos horas después aún no habían llegado. Tres de los escaladores estaban muertos. El cuarto, Toni Kurz, un alemán de veintitrés años, colgaba de la pared con el cadáver de uno de sus compañeros clavado en unas rocas por encima de él. Otro yacía congelado en la nieve que se extendía bajo sus pies, y el cuerpo de Andreas Hinterstoisser. descansaba en algún punto más bajo del precipicio. Una espantosa tormenta azotaba los oídos de Kurz. Los esfuerzos de Kurz por dejarse caer hasta la estación seprolongaron durante una tarde, una noche y una mañana. Llego a estar a tres metros de Allmen y del túnel de la estación, pero entonces el nudo de la cuerda se atascó en el mosquetón. Tenía los brazos congelados así que intentó estirarse para deshacer el con los dientes. Segundos después, murmuró sus últimas palabras: “No puedo más”. Y no pudo. El Eiger iba a acentuar aún más la creciente división de la comunidad. De un lado estaban quienes simpatizaban con John Ruskin, que condenaba la imprudencia de los escaladores pertenecientes a la edad de oro del montañismo durante el siglo XIX y las aventuras que emprendieron, para él de manera gratuita. Los acusaba de subestimar a los Alpes, “Esos que vuestros propios poetas adoraban con tanta reverencia, como si fueran unas cucañas de feria instaladas por vosotros mismos para poder subir y bajar entre gritos de júbilo”. En el otro bando estaban los que creían, al igual que Albert Mummery en su época, que, si a uno le gustaba deslizarse por una cucaña, no hacia daño a nadie.
Otra muerte y varios intentos fallidos a lo largo de 1937 alimentaron la polémica, pero los pesimistas se quedaron sin argumentos cuando una expedición germano austriaca completo la escalada en julio de 1938. Un miembro de aquel cuarteto, Heinrich Harrer, relato más tarde la hazaña en su ya mítico libro La araña blanca. “Viajamos a otro mundo y volvimos”, escribió Harrer.
Tardaron tres días en llegar a la cima. Desde entonces, esa marca se convirtió en el reto final: ¿con qué rapidez puede llegar a escalarse la cara norte, o Mordwand? En 2008, el veloz escalador suizo Üli Steck consiguió la extraordinaria marca de dos horas y cuarenta y siete minutos. Y lo que es más increíble, lo hizo sin ayuda, es decir, sin cuerdas. El récord duró tres años: en 2011, Dani Arnold, compatriota de Steck, superó esta marca en diecinueve minutos, aunque usó algo de equipamiento en un tramo. Se dispararon más que nunca las críticas que afirmaban, como Ruskin en su momento, que «las catedrales de la Tierra» se estaban convirtiendo «en circuitos de carreras», pero podían emplearse las mismas justificaciones que en casos anteriores. El Eiger seguía siendo el Eiger, y el puerto de Grosse Scheidegg sigue tan cerca de él como lo estás tú de llegar a escalarlo en bicicleta.
Grosse Scheidegg
1.962 m
Escribir de la cara norte del Eiger es, parafraseando lo que alguien dijo sobre el periodismo musical, tan absurdo como bailar arquitectura. Desde que hombres y mujeres intentan escalar el Mordwand o «Muro asesino» del Eiger, este se ha dedicado a trivializar la vida humana, tal como sugiere su apodo, y con las palabras ha hecho algo parecido. Un montañero nos diría que esto no es nuevo para ellos y que no solo ocurre en el Eiger. Siempre supieron que la única forma de dar voz a una montaña era escalándola. En el caso de la vertiente norte del Eiger, la cuestión era cómo hacerlo. Hasta 1935, mucho tiempo después de que consiguieran domarse casi todas las cumbres atractivas de los Alpes (Cervino, Mont Blanc, Meije, etcétera), nadie se lo había llegado a plantear. Como apunta Fergus Fleming en Killing Dragons: «El Eigerwand no era escalable, en términos rigurosos. Tenía grandes pendientes, hielo y estaba deteriorado». Aquellos que lo intentaran serían «trastornados mentales», corroboraba Edward Lisle, presidente del Club Alpino, en diciembre de 1937. Cosas parecidas se habían dicho sobre los ciclistas que querían subir a las cimas del Tourmalet o del Galibier, o por lo menos sobre los organizadores del Tour que los obligaban a hacerlo, esos «bandidos» y «asesinos». Pero ni el Tourmalet ni el Galibier pueden considerarse los Eiger del ciclismo. Los ciclistas han tenido una forma más auténtica y visceral de experimentar la magia del Eiger desde que en 1966 se construyera una diminuta carretera entre Grindelwald y el Grosse Scheidegg, que emergía justo frente al Eiger, como una bofetada mal dirigida. Ayuda que la ruta de Grindelwald sea difícil, con sus 9,95 kilómetros al 9,1 %. No de una dificultad comparable a la del Eiger, pero suficiente como para situar el Grosse Scheidegg entre los principales rompepiernas de los Alpes, no muy por debajo del Mortirolo desde Mazzo di Valtellina (12,5 kilómetros al 10,5 %) o del monte Zoncolan desde Ovaro (10,1 kilómetros al 11,9 %). Además, está totalmente cerrado al tráfico (excepto los autobuses) en los últimos siete kilómetros. La carretera, serpenteante y de pendiente engañosa, escala cruelmente en una sucesión de curvas que atraviesan pastos, hasta desembocar en un amplio altiplano por debajo del Wetterhorn (3.692 metros). Desde el Berghotel, en la cima del Grosse Scheidegg, el Eiger se ve casi de perfil, como un trozo de cristal que corta el horizonte. La carretera desde Meiringen, al otro lado del puerto, solo se terminó en 1979. Tiene 16 kilómetros más que la escalada desde Grindelwald y es muy irregular, alterna kilómetros enteros al 10 % con tramos largos de falso llano. Después de Meiringen, la carretera pasa junto a las cataratas de Reichenbach, donde Sherlock Holmes y su enemigo, el profesor Moriarty, forcejean antes de caer al vacío en El problema final, de Arthur Conan Doyle. Fue sir Henry Lunn, fundador de la desaparecida agencia de viajes Lunn Poly, quien sugirió y mostró la localización a Conan Doyle. Más arriba, la carretera emerge en tierras de labranza y el Eiger se eleva por encima de la silueta de la cordillera, como un iceberg que sale del mar. Desde este lado atacaría la Vuelta a Suiza por primera vez el Grosse Scheidegg en 1996, con la aplastante victoria del austríaco Peter Luttenberger, que finalmente se llevaría la carrera. Tres años más tarde el ganador sería el italiano Gilberto Simoni, en una etapa hasta Grindelwald en la que aparecerían primero los puertos de San Gotardo y Susten, y después el Grosse Scheidegg. En 2010, por último, un extraordinario eslalon a la entrada de Grindelwald permitió a Peter Sagan alcanzar y adelantar al líder en solitario, Damiano Cunego, y llevarse la tercera etapa. Dejando a un lado la belleza o la dificultad de la cima, Fabian Cancellara, el mejor ciclista suizo de la generación actual, afirma que el Grosse Scheidegg es especial. «No puedes evitar la emoción del Eiger —dice Cancellara—. No puedes evitar mirar hacia arriba y sentir un enorme respeto por las personas que lo escalaron y murieron. A veces, sobre la bici, te sientes como un montañero y percibes esa conexión con el Grosse Scheidegg. Además, claro, es un lugar precioso.” Es cierto, pero los primeros escaladores que se atrevieron con la cara norte, los bávaros Max Sedlemeyer y Karl Mehringer, no iban por las vistas. Salieron, sin decírselo a nadie, en las primeras horas del 21 de agosto de 1935. Cuando amaneció, el rumor se había extendido y el pueblo de Grindelwald se agolpaba alrededor de unos telescopios que apuntaban a aquellos puntos minúsculos en pleno avance por la pared rocosa. Cinco días después, para asombro general, Sedlemeyer y Mehringer seguían ganando altitud, aunque solo porque las avalanchas y los desprendimientos habían hecho imposible que dieran la vuelta. Los alemanes serían las primeras dos víctimas de las 66 que ha acumulado la escalada hasta el verano de 2012. El diminuto saliente en el que murieron congelados, a 2.300 metros sobre Grindelwald y con un ancho no superior a dos metros, se conoce desde entonces como “Vivac de la Muerte».
Aunque el episodio quizá más triste del Eiger llegaría en el verano siguiente. La carrera por superar lo que los montañeros llamaban “el ultimo problema de los Alpes» había llegado a su punto álgido. Tanto es así que dos parejas de escaladores, una alemana y otra austriaca se encontraron durante la escalada y decidieron unir fuerzas. En tres días casi habían llegado al Vivac de la Muerte. Entonces un miembro de la expedición sufrió un golpe de mala suerte (o de una roca, para más precisos) e hizo ineludible la retirada. Al poco un operario de avanzada edad de la estación de tren de Eigerwand (un escondrijo a 1.000 metros de la cima), empezaba a llamarlos a voces. Desde cientos de metros más arriba llegaban los gritos de los escaladores que a él le parecieron tranquilizadores. «¡Estaremos ahí enseguida!” Al oír esto, Albert von Allmen se preparó para recibirlos, pero dos horas después aún no habían llegado. Tres de los escaladores estaban muertos. El cuarto, Toni Kurz, un alemán de veintitrés años, colgaba de la pared con el cadáver de uno de sus compañeros clavado en unas rocas por encima de él. Otro yacía congelado en la nieve que se extendía bajo sus pies, y el cuerpo de Andreas Hinterstoisser. descansaba en algún punto más bajo del precipicio. Una espantosa tormenta azotaba los oídos de Kurz. Los esfuerzos de Kurz por dejarse caer hasta la estación seprolongaron durante una tarde, una noche y una mañana. Llego a estar a tres metros de Allmen y del túnel de la estación, pero entonces el nudo de la cuerda se atascó en el mosquetón. Tenía los brazos congelados así que intentó estirarse para deshacer el con los dientes. Segundos después, murmuró sus últimas palabras: “No puedo más”. Y no pudo. El Eiger iba a acentuar aún más la creciente división de la comunidad. De un lado estaban quienes simpatizaban con John Ruskin, que condenaba la imprudencia de los escaladores pertenecientes a la edad de oro del montañismo durante el siglo XIX y las aventuras que emprendieron, para él de manera gratuita. Los acusaba de subestimar a los Alpes, “Esos que vuestros propios poetas adoraban con tanta reverencia, como si fueran unas cucañas de feria instaladas por vosotros mismos para poder subir y bajar entre gritos de júbilo”. En el otro bando estaban los que creían, al igual que Albert Mummery en su época, que, si a uno le gustaba deslizarse por una cucaña, no hacia daño a nadie.
Otra muerte y varios intentos fallidos a lo largo de 1937 alimentaron la polémica, pero los pesimistas se quedaron sin argumentos cuando una expedición germano austriaca completo la escalada en julio de 1938. Un miembro de aquel cuarteto, Heinrich Harrer, relato más tarde la hazaña en su ya mítico libro La araña blanca. “Viajamos a otro mundo y volvimos”, escribió Harrer.
Tardaron tres días en llegar a la cima. Desde entonces, esa marca se convirtió en el reto final: ¿con qué rapidez puede llegar a escalarse la cara norte, o Mordwand? En 2008, el veloz escalador suizo Üli Steck consiguió la extraordinaria marca de dos horas y cuarenta y siete minutos. Y lo que es más increíble, lo hizo sin ayuda, es decir, sin cuerdas. El récord duró tres años: en 2011, Dani Arnold, compatriota de Steck, superó esta marca en diecinueve minutos, aunque usó algo de equipamiento en un tramo. Se dispararon más que nunca las críticas que afirmaban, como Ruskin en su momento, que «las catedrales de la Tierra» se estaban convirtiendo «en circuitos de carreras», pero podían emplearse las mismas justificaciones que en casos anteriores. El Eiger seguía siendo el Eiger, y el puerto de Grosse Scheidegg sigue tan cerca de él como lo estás tú de llegar a escalarlo en bicicleta.
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Comments (3)
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Seguro que la disfrutastes, algo especial y diferente.
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Information
Easy to follow
Scenery
Moderate
he llegado hasta el hotel más alto, con mi amigo Suizo, 1500 positivos y una bajada espectacular.
Enhorabuena!! Es un gran cima