Cumpliendo una Promesa, Tunja, Chivatá, Oicatá Boyacá; Agosto de 2014
near Motavita, Boyacá (Republic of Colombia)
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Trail photos
Itinerary description
La promesa es una seña que cuando se hace, camina de la mano con la voluntad, en un momento en el que no se pudo, sin saber si en el mañana se podrá. Dos años atrás mi amigo David y yo, pedaleábamos en los fríos alrededores de Tunja. Recuerdo que el implacable reloj no me permitía seguir a la altura de menos de medio camino, porque debía aprovechar la escasa pero esperanzadora media hora al día, en la que podía entrar a la sala de cuidados intensivos y besar a mi mamá. A David le he ofrecido a cambio de llegar a Chivatá, la intención de algún día volver, para poder por fin terminar esa ruta. Hasta estos días le pude cumplir, aprovechando mi intención de reconciliarme con mi olvidada universidad y mis estudios, percibir de nuevo el disfrute de las sangrientas y estoicas batallas de rugby y ver amigos y amigas a quienes tenía arrumados en el archivero del olvido. Entonces ya la promesa no es esa espina clavada en la conciencia o un reducto de la lista de los dificultosos pendientes.
Es un camino ascendente, bordado con matices diversos como el oro del trigo y el verde del maíz. Sus gentes están sumergidas en una cotidianidad que rompen cuando saludan a quién pasa, a quién les sonríe. El cielo se salpica de vientos que pintan de colorado, las mejillas de las niñas de inverosímiles y divinos ojos muiscas que llevan bajo el brazo sus libros de escuela o en el peor de los casos un rejo con el que aceleran el pobre burro que ha de cargar todo, hasta las penas de la pobreza.
Vi cometas elevarse en cielos plomizos pero esperanzadores y pueblos como Chivatá y Oicatá que se han detenido en el tiempo para que quien viva allí lo haga feliz y quién visite, sienta un tramo minúsculo de su vida, en paz, silencio y la resiliencia que pulveriza toda preocupación.
Detengo mi bicicleta con una frecuencia hostigadora, para tomar una foto, o pedirle a David que me la tome, beber, amarrar un cordón o saludar a alguien, pero lo hago con más gusto y enamoramiento cuando la veo.
Allí, sentada, donde en el mismo lugar, la vi hace años por última vez, con su mirada dulce y perdida hacia un horizonte incierto, tal vez inexistente. Allí estaba tan linda como siempre, generando la necesidad de bajarme de la bici y volver añicos su inmutable letargo, en el que parece como muerta respirando, como si el tiempo le arrebatara toda esperanza; le saludo extendiendo mi mano para sentir la suya, rugosa, áspera pero cálida.
Ella, la señora Bertha, me recuerda después de catorce años y lamenta la pérdida de mi madre. Ella lavaba mis uniformes camuflados, llenos de angustia, soledad y añoranza por el hogar recién dejado. Me daba peras o duraznos cuando el hambre no podía ser vencida por la escasa comida militar. Ella en su silla de ruedas, quien aún sonríe, me recuerda otros tiempos donde los sargentos mayores, tenientes y soldados no me descubrían en las frías madrugadas de Tunja, cuando con fusil en mano, saltaba la barda de tres metros para verme con Yeya, la chica de ojos grandes y cabello lacio de negro profundo que aún guardaba el aroma del vals en sus quince años y que luego de cinco encuentros se fue al Caquetá a casarse con un militar de más alto rango que yo. Pero doña Bertica si me descubría y al día siguiente me cambiaba mi apellido por el "Pate Perro", con el que ella me llamaba, mientras con picaresca mirada me catalogaba por mis clandestinas escapadas; me miraba como a un hijo después de hacer una bonita travesura. Todo por encontrarme con la boca de Yeya.
Seguimos rumbo, con una promesa nueva en la espalda, pero, al igual que la promesa a David, esta era una promesa hecha con amor y esperanza, visitaría con abundante calma a mi señora Bertha, para que con su ternura y fragilidad, planche mi arrugada alma.
La señal de GPS no termina de grabar la ruta y fue esquiva después de Oicatá, donde disfruté de un buen masato en el parque y me apropié de diez huevos criollos para llevarle a la mamá de David. Jeaneth, un ángel en la vida de mi familia que nos hizo las cosas más fáciles y llevaderas. Mujer que nos quita cargas y nos ayuda. Me devuelvo feliz a Santander con la novena de la sangre de Cristo que ella me regala, para ofrecerla todos los días, por mi tranquilidad. Da mucha alegría, cumplir una promesa.
Es un camino ascendente, bordado con matices diversos como el oro del trigo y el verde del maíz. Sus gentes están sumergidas en una cotidianidad que rompen cuando saludan a quién pasa, a quién les sonríe. El cielo se salpica de vientos que pintan de colorado, las mejillas de las niñas de inverosímiles y divinos ojos muiscas que llevan bajo el brazo sus libros de escuela o en el peor de los casos un rejo con el que aceleran el pobre burro que ha de cargar todo, hasta las penas de la pobreza.
Vi cometas elevarse en cielos plomizos pero esperanzadores y pueblos como Chivatá y Oicatá que se han detenido en el tiempo para que quien viva allí lo haga feliz y quién visite, sienta un tramo minúsculo de su vida, en paz, silencio y la resiliencia que pulveriza toda preocupación.
Detengo mi bicicleta con una frecuencia hostigadora, para tomar una foto, o pedirle a David que me la tome, beber, amarrar un cordón o saludar a alguien, pero lo hago con más gusto y enamoramiento cuando la veo.
Allí, sentada, donde en el mismo lugar, la vi hace años por última vez, con su mirada dulce y perdida hacia un horizonte incierto, tal vez inexistente. Allí estaba tan linda como siempre, generando la necesidad de bajarme de la bici y volver añicos su inmutable letargo, en el que parece como muerta respirando, como si el tiempo le arrebatara toda esperanza; le saludo extendiendo mi mano para sentir la suya, rugosa, áspera pero cálida.
Ella, la señora Bertha, me recuerda después de catorce años y lamenta la pérdida de mi madre. Ella lavaba mis uniformes camuflados, llenos de angustia, soledad y añoranza por el hogar recién dejado. Me daba peras o duraznos cuando el hambre no podía ser vencida por la escasa comida militar. Ella en su silla de ruedas, quien aún sonríe, me recuerda otros tiempos donde los sargentos mayores, tenientes y soldados no me descubrían en las frías madrugadas de Tunja, cuando con fusil en mano, saltaba la barda de tres metros para verme con Yeya, la chica de ojos grandes y cabello lacio de negro profundo que aún guardaba el aroma del vals en sus quince años y que luego de cinco encuentros se fue al Caquetá a casarse con un militar de más alto rango que yo. Pero doña Bertica si me descubría y al día siguiente me cambiaba mi apellido por el "Pate Perro", con el que ella me llamaba, mientras con picaresca mirada me catalogaba por mis clandestinas escapadas; me miraba como a un hijo después de hacer una bonita travesura. Todo por encontrarme con la boca de Yeya.
Seguimos rumbo, con una promesa nueva en la espalda, pero, al igual que la promesa a David, esta era una promesa hecha con amor y esperanza, visitaría con abundante calma a mi señora Bertha, para que con su ternura y fragilidad, planche mi arrugada alma.
La señal de GPS no termina de grabar la ruta y fue esquiva después de Oicatá, donde disfruté de un buen masato en el parque y me apropié de diez huevos criollos para llevarle a la mamá de David. Jeaneth, un ángel en la vida de mi familia que nos hizo las cosas más fáciles y llevaderas. Mujer que nos quita cargas y nos ayuda. Me devuelvo feliz a Santander con la novena de la sangre de Cristo que ella me regala, para ofrecerla todos los días, por mi tranquilidad. Da mucha alegría, cumplir una promesa.
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Comments (4)
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Muy buena ruta y muy buena crónica, felicitaciones Marius.
Muchas gracias por valorar. Aunque el GPS deja de trabajar al regreso, se consigna lo mejor de esta ruta con un amiguito a quien le había prometido este trazado. Un buen fin de semana y buenas rutas amigo.
Que gran narración . Conocí en carro está espectacular ruta e igual que tú promesa la tendré en deuda para recorrerla en bici
Muchas gracias Lucho por su apreciación. Le deseo una excelente rodada por esta y otras tierras.