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Trail stats

Distance
0.29 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
16 ft
TrailRank 
25
Min elevation
0 ft
Trail type
Loop
Time
7 minutes
Coordinates
89
Uploaded
May 19, 2024
Recorded
May 2024
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near El Grao, Valencia (España)

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El Grao



El 24 de diciembre de 1915, mientras tomaba té en su departamento de Berlín, Albert Einstein recibió un sobre enviado desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
El sobre había atravesado un continente en llamas; estaba sucio, arrugado y cubierto de barro. Una de sus esquinas se había desgarrado por completo, y el nombre del remitente estaba oculto tras una mancha de sangre. Einstein lo tomó con guantes y lo abrió con un cuchillo. Adentro halló una carta con el último chispazo de un genio: Karl Schwarzschild, astrónomo, físico, matemático, y teniente del ejército alemán.
«Como puede ver, la guerra me ha tratado con la suficiente amabilidad, a pesar del intenso tiroteo, como para poder escapar de todo y hacer esta breve caminata en la tierra de sus ideas», terminaba la carta que Einstein leyó estupefacto, pero no porque uno de los científicos más respetados de Alemania estuviera comandando una unidad de artillería en el frente ruso, ni tampoco por las crípticas advertencias que su amigo le hacía sobre una catástrofe venidera, sino por lo que venía escrito en el reverso: redactada en una letra tan minúscula que Einstein tuvo que usar una lupa para poder descifrarla, Schwarzschild le había enviado la primera solución exacta a las ecuaciones de la teoría de la relatividad general.
Tuvo que releerla varias veces. ¿Cuanto hacía que se había publicado su teoría? ¿Un mes? ¿Menos de un mes? Era imposible que Schwarzschild hubiera resuelto ecuaciones tan complejas en tan poco tiempo, si incluso él –que las había inventado– solo había podido hallar soluciones aproximadas. La de Schwarzschild era exacta: describía perfectamente la manera en que la masa de una estrella deforma el espacio y el tiempo a su alrededor.
Aunque tenía la solución en las manos, Einstein no podía creerlo. Sabía que esos resultados serían fundamentales para aumentar el interés de la comunidad científica en su teoría, la cual, hasta ese momento, había generado muy poco entusiasmo, en gran parte debido a su complejidad. Einstein ya se había resignado a que nadie sería capaz de resolver sus ecuaciones de forma satisfactoria, al menos no durante su vida. Que Schwarzschild lo hubiera hecho entre estallidos de mortero y nubes de gas venenoso era un verdadero milagro: «¡Jamás habría imaginado que uno pudiera formular la solución al problema de manera tan sencilla!», le respondió a Schwarzschild apenas recuperó la calma, prometiéndole que presentaría su trabajo a la academia lo antes posible, sin saber que le escribía a un hombre muerto.
El truco que Schwarzschild había usado para obtener su solución era simple: analizó una estrella idealizada, perfectamente esférica, sin rotación ni carga eléctrica, y luego empleó las ecuaciones de Einstein para calcular cómo esa masa alteraría la forma del espacio, similar a la manera en que una bala de cañón puesta encima de una cama curvaría su colchón.
Sus métricas fueron tan precisas que se usan hasta el día de hoy para trazar el movimiento de las estrellas, las órbitas de los planetas y la distorsión que sufren los rayos de luz al pasar cerca de un cuerpo con una gran influencia gravitacional.
Pero había algo profundamente extraño en los resultados de Schwarzschild.
Funcionaban para una estrella común; allí el espacio se curvaba suavemente, tal como había predicho Einstein, y el astro quedaba suspendido en medio de esa depresión, como una pareja de niños durmiendo en la tela de una hamaca. El problema surgía cuando se concentraba demasiada masa dentro de un área pequeña, como ocurre cuando una estrella gigante agota su combustible y empieza a colapsar sobre sí misma. Según los cálculos de Schwarzschild, allí el espacio y el tiempo no se distorsionaban: se desgarraban. La estrella se volvía cada vez más compacta y su densidad crecía sin parar. La fuerza de gravedad se volvía tan fuerte que el espacio se curvaba de forma infinita, cerrándose sobre sí mismo. El resultado era un abismo sin escape, separado para siempre del resto del universo.
Lo llamaron la singularidad de Schwarzschild.
En un comienzo, incluso Schwarzschild descartó ese resultado como una aberración matemática. Después de todo, la física está llena de infinitos que no son más que números sobre el papel, abstracciones que no representan objetos del mundo real, o que solo indican una falla en los cálculos. La singularidad en sus métricas sin duda era eso: un error, una extrañeza, un delirio metafísico.
Porque la alternativa era impensable: a cierta distancia de su estrella idealizada, las matemáticas de Einstein enloquecían: el tiempo se detenía, el espacio se enroscaba como una serpiente. En el centro de la estrella moribunda, toda la masa se concentraba en un punto de infinita densidad. Para Schwarzschild era inconcebible que pudiera existir algo así en el universo. No solo desafiaba el sentido común y ponía en duda la validez de la relatividad general, sino que amenazaba los fundamentos de la física: en la singularidad, incluso las nociones mismas del espacio y el tiempo perdían sentido. Karl intentó encontrar una salida lógica al enigma que había descubierto. Tal vez la culpa radicaba en su propio ingenio. Porque no existían estrellas perfectamente esféricas, completamente inmóviles y sin carga eléctrica: la anomalía brotaba de las condiciones ideales que él le había impuesto al mundo, imposibles de replicar en la realidad. Su singularidad, se dijo a sí mismo, era un monstruo horrible pero imaginario, un tigre de papel, un dragón chino.
Y, sin embargo, no podía sacársela de la cabeza. Incluso inmerso en el caos de la guerra, la singularidad se esparció sobre su mente como una mancha, sobrepuesta encima del infierno de las trincheras; la veía en las heridas de bala de sus compañeros, en los ojos de los caballos muertos en el barro, en el reflejo de los cristales de las máscaras de gas. Su imaginación había quedado atrapada por el tirón de su descubrimiento; con espanto, se dio cuenta de que si su singularidad llegase a existir, duraría hasta el fin del universo. Sus condiciones ideales la convertían en un objeto eterno, que no crecía ni menguaba, sino que permanecía siempre igual a sí mismo. A diferencia de todas las otras cosas, no cambiaba con el devenir y era doblemente inescapable: dentro de la extraña geometría espacial que creaba, la singularidad se ubicaba en ambos extremos del tiempo: uno podía huir de ella hacia el pasado más remoto o viajar hasta el futuro más lejano solo para volver a encontrarla. En la última carta que le envió a su mujer desde Rusia, escrita el mismo día en que decidió compartir su hallazgo con Einstein, Karl se queja de algo extraño que ha empezado a crecer dentro de él: «No lo sé nombrar ni definir, pero posee una fuerza incontenible y oscurece todos mis pensamientos. Es un vacío sin forma ni dimensiones, una sombra que no puedo ver, pero que siento con toda mi alma.»
Poco después, su malestar invadió su cuerpo.
Su enfermedad comenzó con dos ampollas en la esquina de su boca. Al mes cubrían sus manos, pies, garganta, labios, cuello y genitales. En dos, estaba muerto.
Los doctores militares le diagnosticaron pénfigo, una enfermedad en la cual el cuerpo no reconoce sus propias células y las ataca violentamente. Común entre los judíos askenazis, los médicos que lo trataron le dijeron que podía haber sido gatillada por su exposición a un ataque de gas ocurrido meses antes. Karl lo describió en sus diarios: «La luna atravesaba el cielo tan rápido que parecía que el tiempo se hubiera acelerado. Mis soldados prepararon sus armas y esperaron la orden de atacar, pero la extrañeza del fenómeno les pareció un mal presagio, y yo podía ver el temor en sus caras.» Karl trató de explicarles que la luna no había cambiado su naturaleza; era una ilusión óptica, causada por una tenue capa de nubes que al atravesar la faz del satélite hacían que se viera más grande y veloz. Aunque les habló con la misma ternura con que se hubiera dirigido a sus hijos, no logró convencerlos. Él mismo no podía sacudirse la sensación de que todo parecía estar moviéndose a mayor velocidad desde el comienzo de la guerra, como si estuvieran deslizándose cuesta abajo. Cuando el cielo se despejó, vio a dos jinetes galopando a toda carrera, perseguidos por una densa neblina que avanzaba hacia ellos como una ola del mar. La niebla se extendía por todo el horizonte, alta como la pared de un acantilado. A la distancia se veía inmóvil, pero pronto envolvió los pies de uno de los caballos y el animal y su jinete cayeron fulminados. La alarma sonó a largo de toda la trinchera. Karl tuvo que ayudar a dos jóvenes soldados, petrificados por el temor, a ajustar las correas de goma de sus máscaras, y apenas alcanzó a ponerse la suya cuando la nube de gas descendió sobre ellos.
Al comienzo de la guerra, Schwarzschild tenía más de cuarenta años y era el director del observatorio más prestigioso de Alemania; cualquiera de esas dos cosas lo habría eximido del servicio activo. Pero Karl era un hombre de honor que amaba a su país, y, al igual que miles de otros judíos alemanes, estaba ansioso por demostrar su patriotismo. Se enlistó de forma voluntaria, sin escuchar los consejos de sus amigos ni las advertencias de su esposa.
Antes de conocer la realidad del combate y sufrir en carne propia el horror de la guerra moderna, Schwarzschild se había sentido rejuvenecido por la camaradería militar. Luego de que su batallón fuera desplegado por primera vez –y sin que nadie se lo hubiera pedido– Karl encontró un sistema para perfeccionar la mira de los tanques, que construyó en sus horas libres, con el mismo entusiasmo con que había armado su primer telescopio, como si los juegos y simulacros de sus meses de entrenamiento le hubieran devuelto la curiosidad incontenible de su infancia.
Creció obsesionado por la luz. A los siete años, desarmó los anteojos de su padre y puso los lentes dentro de un periódico enrollado, con el cual le mostraba los anillos de Saturno a su hermano. Se pasaba noches enteras despierto, incluso cuando el cielo estaba completamente nublado; su padre, preocupado al ver al niño escrutando un firmamento negro, le preguntó qué estaba buscando. Karl le dijo que había una estrella, escondida detrás de las nubes, que solo él podía ver.
Desde el minuto en que empezó a hablar, no se refirió a otra cosa que a los astros. Fue el primer científico en una familia de comerciantes y artistas. A los dieciséis publicó una investigación en la prestigiosa revista Astronomische Nachrichten sobre las órbitas estelares de los sistemas binarios. Antes de cumplir veinte ya había escrito sobre la evolución de las estrellas –desde su formación como nubes de gas hasta su catastrófica explosión final– e inventado un sistema para medir la intensidad de su luz.
Estaba convencido de que las matemáticas, la física y la astronomía constituían un solo saber, que debía ser comprendido como un todo. Creía que Alemania tenía la capacidad de convertirse en una potencia civilizatoria comparable a la antigua Grecia, pero para ello era necesario llevar su ciencia a la altura que ya habían alcanzado su filosofía y su arte, ya que «solo una visión de conjunto, como la de un santo, un loco o un místico, nos permitirá descifrar la forma en que está organizado el universo».
De niño tenía los ojos juntos y las orejas grandes, nariz de botón, labios finos y pera puntiaguda. De adulto, la frente amplia y despejada, el cabello ralo anunciando una calvicie que no alcanzará a desarrollar, la mirada llena de inteligencia y una sonrisa pícara escondida tras un bigote de corte imperial tan espeso como el de Nietzsche.
Estudió en un colegio judío, donde agotó la paciencia de los rabinos con preguntas para las que nadie tenía respuestas: ¿cuál era el verdadero significado del versículo del Libro de Job, que dice que Yahvé «extiende el norte sobre el vacío y cuelga la Tierra sobre la nada»? En los márgenes de sus cuadernos, al lado de los problemas aritméticos que tanto frustraban a sus compañeros, Karl calculó el equilibrio de cuerpos líquidos en rotación, obsesionado por la estabilidad de los anillos de Saturno, que él veía desintegrarse una y otra vez, en una pesadilla recurrente. Para temperar sus obsesiones, su padre lo obligó a tomar clases de piano. Al final de la segunda lección, Karl abrió la tapa del instrumento y desarmó todas sus cuerdas, para entender la lógica tras su sonido; había leído el Harmonice Mundi de Johannes Kepler, quien creía que cada planeta tocaba una melodía en su tránsito alrededor del sol, una música de las esferas que nuestros oídos no alcanzan a distinguir pero que la mente humana sería capaz de descifrar.
Nunca perdió su capacidad de asombro: cuando era un estudiante universitario observó un eclipse total desde la cima del paso de montaña Jungfraujoch, y aunque entendía el mecanismo celeste que producía el fenómeno, le costaba aceptar que un cuerpo tan diminuto como la luna fuera capaz de sumir a toda Europa en la más profunda oscuridad. «Cuán extraño es el espacio, y cuán caprichosas las leyes de la óptica y la perspectiva, que le permiten al niño más pequeño tapar el sol con su dedo», le escribió a su hermano Alfred, quien vivía como pintor en Hamburgo.
Para la tesis que le valió su doctorado, calculó la deformación que sufren los satélites debido al tirón gravitacional de los planetas que orbitan. En nuestra luna, la masa de la Tierra genera una marea que recorre su superficie, similar al efecto que ella tiene sobre el agua de nuestros océanos. En su caso, es una ola de roca sólida de cuatro metros de altura que se propaga a lo largo de su corteza. La atracción entre ambos cuerpos sincroniza sus periodos de rotación de manera perfecta: como la luna demora lo mismo en girar alrededor de su propio eje que en dar una vuelta en torno a nuestro planeta, una de sus caras queda siempre oculta a nuestra vista. Ese lado oscuro permaneció fuera de nuestro alcance desde el nacimiento de la especie humana hasta el año 1959, cuando la sonda soviética Luna la fotografió por primera vez.
Cuando realizaba su práctica en el observatorio Kuffner, una estrella binaria de la constelación del Cochero, encima del hombro de Orión, se volvió nova. Por unos días fue el objeto más brillante del cielo. La enana blanca de ese sistema doble había permanecido dormida durante una eternidad, luego de haber agotado todo su combustible, pero comenzó a alimentarse de los gases de su estrella compañera, un gigante rojo, y volvió a la vida con un estallido colosal. Schwarzschild pasó tres días y sus noches observándola, sin dormir; entender la muerte catastrófica de las estrellas le parecía algo esencial para la futura sobrevivencia de nuestra especie: si una de ellas estallaba cerca de la Tierra, podría arrasar nuestra atmósfera y extinguir todas las formas de vida.
Un día después de cumplir veintiocho años se convirtió en el profesor universitario más joven de Alemania. Fue nombrado director del observatorio de la Universidad de Gotinga, a pesar de que se negó a cumplir la precondición de bautizarse cristiano para poder ejercer el cargo.
En 1905 viajó a Argelia para observar un eclipse total, pero no respetó el tiempo máximo de exposición y dañó la córnea de su ojo izquierdo. Cuando le removieron el parche que tuvo que usar durante semanas, notó una sombra del porte de una moneda de dos marcos en su campo visual, que podía ver incluso con los ojos cerrados. Los doctores le dijeron que el daño era irreversible. A sus amigos, preocupados por el impacto que una futura ceguera podría tener en la carrera de un astrónomo, les dijo –mitad en broma y mitad en serio– que había sacrificado un ojo para ver más lejos con el otro, al igual que Odín.
Como si quisiera demostrar que el accidente no había disminuido sus facultades, ese año Schwarzschild publicó un artículo tras otro, trabajando como un hombre poseído. Analizó el transporte de energía por radiación a través de una estrella, realizó estudios sobre el equilibrio de la atmósfera del sol, describió la distribución de las velocidades estelares y propuso un mecanismo para modelar la transferencia radiactiva. Su mente saltaba de un tema a otro, incapaz de contener su propio impulso. Arthur Eddington lo comparó con un líder de guerrillas, ya que «sus ataques caían donde uno menos los esperaba, y su voracidad intelectual no conocía límites, sino que incluía todos los ámbitos del conocimiento». Alarmados por el fervor maniaco con que enfrentaba su producción académica, sus compañeros le advirtieron que bajara el ritmo, temerosos de que el fuego que lo animaba terminara por consumirlo. Karl no les hizo caso. La física no le bastaba. Aspiraba a un saber como el que habían perseguido los alquimistas y trabajaba impulsado por una extraña urgencia que él mismo no se podía explicar: «A menudo he sido infiel a los cielos. Mi interés nunca se ha visto limitado a las cosas que se sitúan en el espacio, más allá de la luna, sino que he seguido los hilos que se tejen desde ahí hasta las zonas más oscuras del alma humana, ya que es allí donde debemos llevar la nueva luz de la ciencia.»
En todo lo que hacía, acostumbraba a ir demasiado lejos; durante una expedición en los Alpes a la cual lo había invitado su hermano Alfred, ordenó a los guías que aflojaran las cuerdas en la parte más escarpada del cruce de un glaciar, poniendo en riesgo toda la expedición. Lo hizo solo para poder acercarse a dos de sus colegas, parados a metros del borde de un acantilado, y resolver una ecuación en la que habían estado trabajando juntos, arañando símbolos en el hielo eterno del ventisquero con el filo de sus picotas. Su extrema irresponsabilidad enojó tanto a su hermano que nunca más volvió a escalar con él, a pesar de que durante sus años universitarios habían pasado casi todos los fines de semana recorriendo las montañas de la Selva Negra. Alfred sabía cuán obsesivo podía ser su hermano mayor: el año de su graduación, una tormenta de nieve los aisló en la cumbre del monte Brocken, en las montañas Harz. Para no morir de frío, tuvieron que construir un refugio y dormir abrazados como cuando eran niños. Sobrevivieron compartiendo una bolsa de nueces, pero cuando se quedaron sin agua ni cerillas para derretir la nieve, se vieron obligados a emprender el descenso en la mitad de la noche, alumbrados solo por la luz de las estrellas. Alfred bajó completamente aterrado, tropezando consigo mismo, aunque resultó ileso. Karl no dio un paso en falso, como si de alguna forma pudiera ver el camino en medio de la oscuridad, pero sufrió daño en los nervios de su mano derecha a causa del frío; no había dejado de quitarse los guantes en el refugio, una y otra vez, para revisar los cálculos de una serie de curvas elípticas.
Como experimentador era igual de impulsivo: acostumbraba a remover accesorios de un instrumento para utilizarlos en otro, sin llevar ningún registro; si necesitaba un diafragma con urgencia, simplemente le hacía un agujero a la tapa del lente. Cuando dejó Gotinga para dirigir el observatorio de Potsdam, su reemplazante estuvo a punto de renunciar antes de asumir el cargo: al realizar un inventario completo para ver hasta qué punto se habían degradado las instalaciones bajo el mando de Schwarzschild, encontró una transparencia de la Venus de Milo en el interior del plano focal del telescopio más gran...



Chorlitejo patinegro

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