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Trail stats

Distance
0.17 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
15 ft
TrailRank 
25
Min elevation
0 ft
Trail type
Loop
Time
7 minutes
Coordinates
49
Uploaded
May 12, 2024
Recorded
May 2024
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near El Grao, Valencia (España)

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Itinerary description

El Grao
Ahí


La primera palabra de la literatura occidental es «cólera» (en griego, ménin). Así empieza el hexámetro inicial de la Ilíada, sumergiéndonos de golpe, sin contemplaciones, en el ruido y la furia. Con la ira de Aquiles se inicia la ruta que nos lleva a los territorios de Eurípides, a Shakespeare, a Conrad, a Faulkner, a Lorca, a Rulfo.
Sin embargo, más que un principio, Homero es un final. En realidad, es la punta de un iceberg sumergido casi por completo en el olvido. Cuando escribimos su nombre junto al de los escritores de la literatura universal, estamos mezclando dos universos incomparables. La Ilíada y la Odisea nacieron en otro mundo distinto del nuestro, en un tiempo anterior a la expansión de la escritura, cuando el lenguaje era efímero (gestos, aire y ecos). Una época de «aladas palabras», como las llama Homero, palabras que se llevaba el viento y solo la memoria podía retener.
El nombre de Homero está asociado a dos textos épicos que proceden de un periodo en el que tiene poco sentido hablar de autoría. Durante la etapa oral, los poemas se recitaban en público, perpetuando una costumbre heredada de las tribus nómadas, cuando los ancianos recitaban junto al fuego los viejos cuentos de sus ancestros y las hazañas de sus héroes. La poesía estaba socializada, era de todos y no pertenecía a nadie en concreto. Cada poeta podía usar libremente los mitos y cantos de la tradición, retocándolos, desembarazándose de lo que considerase irrelevante, incorporando matices, personajes, aventuras inventadas y también versos que había escuchado a sus colegas de profesión. Detrás de cada relato había toda una galaxia de poetas que no habrían entendido el concepto «derechos de autor». Durante los largos siglos de oralidad, el romancero griego fue cambiando y expandiéndose, estrato a estrato, generación tras generación, sin que los textos alcanzasen nunca una versión cerrada o definitiva.
Los poetas analfabetos crearon cientos de poemas que se han perdido para siempre. Algunos de ellos dejaron una sombra de recuerdo en los escritores antiguos y por sus alusiones —resúmenes y breves fragmentos— conocemos su argumento por encima. Además del ciclo de Troya, hubo al menos otro sobre la ciudad de Tebas, donde nació el desgraciado Edipo. Un canto antiquísimo, anterior a la Ilíada y la Odisea, estaba protagonizado por el guerrero Memnón, nacido en Etiopía. Si las conjeturas sobre su antigüedad son ciertas, significaría, sorprendentemente, que el cantar de gesta más antiguo que conocemos en Europa narraba las hazañas de un héroe negro.
En la sociedad oral, los bardos actuaban en las grandes fiestas y en los banquetes de los nobles. Cuando un profesional de las aladas palabras interpretaba su repertorio de narraciones ante un auditorio, por pequeño que fuera, estaba «publicando» su obra. Si queremos imaginar aquella forma de contar y escuchar historias —que no es todavía literatura porque no conoce las letras ni la escritura—, tenemos dos cauces de información. La Ilíada y la Odisea ofrecen pinceladas de la vida, el oficio (y también las penurias) de los aedos griegos. Además, los antropólogos han estudiado otras culturas en las que la épica oral ha subsistido —conviviendo con la imprenta y las nuevas tecnologías de la comunicación— hasta tiempos actuales. Aunque nos parezcan visitantes del pasado, los cantos tradicionales se niegan a morir y en algunos rincones del planeta sirven para relatar las nuevas guerras y las peligrosas vidas del presente. Los estudiosos del folclore han grabado la canción de un bardo cretense que relata el ataque de los paracaidistas alemanes en Creta en 1941, y se emociona tanto al recordar a los amigos caídos que de pronto su voz falla, titila y enmudece.
Imaginemos una escena de la vida cotidiana en el pequeño palacio de un señor local del siglo X a. C. Se celebra un banquete y, para alegrar la noche, el anfitrión ha contratado a un cantor ambulante. Junto al umbral, en el lugar de los mendigos, el forastero espera hasta que lo invitan a sentarse en el salón donde los más ricos del lugar engullen carne asada y beben, con las gotas de grasa escurriéndoles por la barbilla. Cuando las miradas se clavan en él, se avergüenza de su túnica gastada y no demasiado limpia. Templa en silencio su instrumento, la cítara, mientras se prepara para el esfuerzo de la actuación. Es un gran narrador de historias, ha practicado desde niño el oficio de trenzar palabras. Con voz clara acompañada por el rasgueo de las cuerdas, sentado solo, como un cantautor con su guitarra, envuelve a todo el mundo en la magia de un relato apasionante entretejido de aventuras y combates. Los convidados al banquete sacuden la cabeza, asienten, siguen el ritmo con el pie. Enseguida quedan hechizados. El cuento los arrastra a su interior, les brilla la mirada y empiezan a sonreír sin darse cuenta. En eso coinciden los griegos antiguos y los modernos testigos de recitaciones de las aldeas eslavas: la canción épica atrapa, invade y fascina a quien la escucha.
No solo actúa el conjuro del relato, el astuto bardo tiene también un repertorio de trucos. Al llegar a la localidad, se ha informado sobre los antepasados de la familia que lo contrata, ha aprendido sus nombres y peculiaridades, para introducirlos en la trama codeándose con los héroes legendarios. Siempre desliza en la narración un episodio que casualmente glorifica a los paisanos de sus clientes. Acorta o alarga la canción dependiendo del humor y el ambiente de la sala. Si al auditorio le gustan las descripciones del lujo, adorna la armadura del guerrero, los arreos de sus caballos y las joyas de las princesas —como suele decir, esas riquezas no tiene que pagarlas con su dinero—. Domina el arte de las pausas y el suspense, y siempre interrumpe la historia en un momento muy calculado para que lo inviten a continuar al día siguiente. El recital prosigue noche tras noche, a veces durante una semana o más, hasta que el interés de sus anfitriones empieza a disminuir. Entonces, el músico viajero vuelve a los caminos, a la vida vagabunda, en busca de un nuevo refugio.
En tiempos de palabras aladas, la literatura era un arte efímero. Cada representación de esos poemas orales era única y sucedía una sola vez. Como un músico de jazz que a partir de una melodía popular se entrega a una apasionada improvisación sin partitura, los bardos jugaban con variaciones espontáneas sobre los cantos aprendidos. Incluso si recitaban el mismo poema, narrando la misma leyenda protagonizada por los mismos héroes, nunca era idéntico a la vez anterior. Gracias a un entrenamiento precoz y disciplinado, aprendían a usar el verso como un lenguaje vivo, moldeable. Conocían los argumentos de cientos de mitos, dominaban las pautas del lenguaje tradicional, tenían un arsenal de frases preparadas y de comodines para rellenar los versos, y con esos mimbres tejían para cada recitación un canto a la vez fiel y diferente. Pero no había ningún afán de autoría: los poetas amaban la herencia del pasado y no veían razones para ser originales si la versión tradicional era bella. La expresión de la individualidad pertenece al tiempo de la escritura; por aquel entonces, el prestigio de la originalidad artística estaba en horas bajas.
Por supuesto, para dominar su oficio era necesario poseer una memoria prodigiosa. El etnólogo Mathias Murko —que abrió la senda continuada luego por Milman Parry y Albert Lord— comprobó a principios del siglo XX que los cantores bosnios musulmanes dominaban treinta o cuarenta cantos orales; algunos más de cien, y otros incluso hasta ciento cuarenta. Los cantos podían durar siete u ocho horas —como los poemas griegos, cada vez eran versiones distintas de un mismo relato—, y se necesitaban varias noches completas (hasta el alba) para recitarlos enteros. Cuando Murko preguntó a qué edad empezaban a aprender, le contestaron que tocaban el instrumento ya en brazos de sus padres y relataban leyendas desde los ocho años. Había niños prodigio, pequeños Mozart de la narración. Uno de ellos recordaba que a los diez años acompañaba a su familia a los cafés del bazar, donde absorbía todos los cantos; no podía dormir hasta haber repetido las historias escuchadas y, cuando se dormía, quedaban guardadas en su memoria. A veces, los bardos viajaban durante horas para poder escuchar a un colega de profesión. Una sola audición de un canto —dos, si estaban muy borrachos— les bastaba para poder interpretarlo ellos mismos. Así sobrevivía la herencia de los poemas.
Probablemente en Grecia sucediera algo parecido. Los poetas épicos conservaban el recuerdo del pasado porque desde la infancia crecían en un mundo doble —el real y el de las leyendas—. Cuando hablaban en verso, se sentían transportados al mundo del pasado, que solo conocían a través del sortilegio de la poesía. Ellos —como libros de carne y hueso, vivos y palpitantes, en tiempos sin escritura y, por tanto, sin historia— impedían que todas las experiencias, las vidas y el saber acumulado acabasen en la nada del olvido.
32
Un nuevo invento empezó a transformar silenciosamente el mundo durante la segunda mitad del siglo VIII a. C., una revolución apacible que acabaría transformando la memoria, el lenguaje, el acto creador, la manera de organizar el pensamiento, nuestra relación con la autoridad, con el saber y con el pasado. Los cambios fueron lentos, pero extraordinarios. Después del alfabeto, nada volvió a ser igual.
Los primeros lectores y los primeros escritores eran pioneros. El mundo de la oralidad se resistía a desaparecer —ni siquiera hoy se ha extinguido del todo—, y la palabra escrita sufrió al principio cierto estigma. Muchos griegos preferían que las palabras cantasen. Las innovaciones no les gustaban demasiado, refunfuñaban y gruñían cuando las tenían delante. A diferencia de nosotros, los habitantes del mundo antiguo creían que lo nuevo tendía a provocar más degeneración que progreso. Algo de esa reticencia ha perdurado en el tiempo; todos los grandes avances —la escritura, la imprenta, internet…— han tenido que enfrentarse a detractores apocalípticos. Seguro que algunos cascarrabias acusaron a la rueda de ser un instrumento decadente y hasta su muerte prefirieron acarrear menhires sobre la espalda.
Sin embargo, era difícil resistirse a la promesa del nuevo invento. Toda sociedad aspira a perdurar y ser recordada. El acto de escribir alargaba la vida de la memoria, impedía que el pasado se disolviera para siempre.
En los primeros tiempos, los poemas aún nacían y viajaban por cauces orales, pero algunos bardos aprendieron el trazado de las letras y empezaron a transcribirlos en hojas de papiro (o los dictaron) como pasaporte hacia el futuro. Quizá entonces algunos empezaron a tomar consciencia de las inesperadas implicaciones de aquella osadía. Escribir los poemas significaba inmovilizar el texto, fijarlo para siempre. En los libros, las palabras cristalizan. Había que elegir una sola versión de los cantos, lo más bella posible, para que sobreviviera a las demás. Hasta aquel momento, el canto era un organismo vivo que crecía y cambiaba, pero la escritura lo iba a petrificar. Optar por una versión del relato significaba sacrificar todas las demás y, al mismo tiempo, salvarlo de la destrucción y el olvido.
Gracias a ese acto audaz, casi temerario, han llegado hasta nosotros dos obras memorables que han conformado nuestra visión del mundo. Los 15.000 versos de la Ilíada y los 12.000 versos de la Odisea que ahora leemos como si fueran dos novelas son un territorio fronterizo entre la oralidad y el nuevo mundo. Un poeta, seguramente educado en la fluidez de las recitaciones, pero en contacto con la escritura, enhebró varios cantos tradicionales en el hilo de una trama coherente. ¿Fue Homero ese personaje en el umbral de dos universos? Nunca lo sabremos. Cada investigador imagina su propio Homero: un bardo analfabeto de tiempos remotos; el responsable de la versión definitiva de la Ilíada y de la Odisea; un poeta que les dio un último toque; un copista aplicado que firmó el manuscrito con su nombre; o un editor seducido por esa estrafalaria invención de los libros, aire escrito. No deja de fascinarme que un autor tan trascendente para nuestra cultura sea solo un fantasma.
Con la escasa información disponible, es imposible aclarar el misterio. La sombra de Homero desaparece en tierras de penumbra. Y eso vuelve todavía más fascinantes a la Ilíada y la Odisea —son documentos excepcionales que nos permiten acercarnos al tiempo de los relatos alados y las palabras perdidas—.
33
Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras solo existían en la voz. Encontrabas por todas partes los dibujos mudos de las letras, pero no significaban nada para ti. Los adultos que controlaban el mundo, ellos sí, leían y escribían. Tú no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque te bastaba hablar. Los primeros relatos de tu vida entraron por las caracolas de tus orejas; tus ojos aún no sabían escuchar. Luego llegó el colegio: los palotes, los redondeles, las letras, las sílabas. En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura.
Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.
Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.
En esos años, fui perdiendo los dientes de leche, uno a uno. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo —la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, y el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía—.
Y, cuando llegábamos a episodios especialmente emocionantes —una persecución, la proximidad del asesino, la inminencia de un descubrimiento, la señal de una traición—, mi madre carraspeaba, fingía un picor de garganta, tosía; era la señal pactada de la primera interrupción. Ya no puedo leer más. Entonces me tocaba suplicar y desesperarme: no, no lo dejes aquí; sigue un poquito más. Estoy cansada. Por favor, por favor. Interpretábamos la pequeña comedia, y luego ella seguía adelante. Yo sabía que me engañaba, claro, pero siempre me asustaba. Al final, una de las interrupciones sería de verdad, y ella cerraría el libro, me daría un beso, me dejaría a solas en la oscuridad y se entregaría a esa vida secreta que viven los mayores por la noche, sus noches apasionantes, misteriosas, deseadas; ese país extranjero y prohibido para los niños. El libro cerrado se quedaría sobre la mesilla, callado y terco, expulsándome de los campamentos del Yukón, o de las orillas del Misisipi, o de la fortaleza de If, de la posada del Almirante Benbow, del monte de las Ánimas, de la selva de Misiones, del lago de Maracaibo, del barrio de Benia Kirk, en Odesa, de Ventimiglia, de la perspectiva Nevski, de la ínsula Barataria, del antro de Ella Laraña en la fronera de Mordor, del páramo junto a la mansión de los Baskerville, de Nijni Nóvgorod, del castillo de Irás y No Nolverás, del bosque de Sherwood, del siniestro laboratorio de anatomía de Ingolstadt, de la arboleda del barón Cosimo en Ombrosa, del planeta de los baobabs, de la misteriosa casa de Yvonne de Galais, de la guarida de Fagin, de la isla de Ítaca. Y, aunque yo abriese el libro en el lugar oportuno, señalado por el marcapáginas, no serviría de nada, pues solo vería líneas llenas de patas de araña que se negarían a decirme una mísera palabra. Sin la voz de mi madre, la magia no se hacía realidad. Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.


Ahí hay un hombre que dice ¡Ay!

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