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Trail stats

Distance
0.36 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
8 ft
TrailRank 
25
Min elevation
-37 ft
Trail type
Loop
Time
10 minutes
Coordinates
101
Uploaded
May 6, 2024
Recorded
May 2024
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near El Grao, Valencia (España)

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Itinerary description

El Grao
Baño
No es natación.


La Malnacida se detuvo en cuanto llegamos a la que llamaban «bajada de la cascada», el punto en que el lecho del Lambro se curvaba en una inclinación con forma de medialuna, donde el agua bullía y espumeaba cuando iba crecido, y que en aquel momento, que discurría casi seco, se distribuía en estrechos arroyos. La Malnacida dejó la regadera en el suelo y señaló hacia delante. Allí, en los huecos donde los guijarros estaban secos y crecían las hierbas silvestres, se encontraban los gatos. Algunos se desperezaban sobre las piedras ardientes y otros vagaban entre la maleza y bufaban.
—Y ahora mira —dijo la Malnacida. Se subió la manga del vestido y metió la mano en la regadera. Cogió uno de los peces y se acercó despacio a los gatos.
La observé mientras se agachaba. Se aproximó a uno de ellos, negro como pan carbonizado y con los ojos blancos y brillantes, que levantó la cola. Tenía una lagartija gorda, de un verde luminoso, entre los dientes. Cuando la Malnacida le ofreció el pescado, el animal soltó la lagartija y amagó con cazar al vuelo la pieza que ella le arrojó lejos; luego salió corriendo para atraparla y, con un gesto rápido, la Malnacida hizo lo mismo: se lanzó en medio de la maleza, atrapó la lagartija y se puso de pie.
—¡Mira qué grande es! —gritó mientras el reptil forcejeaba en su puño. Le cogió la cola con la otra mano y se la arrancó; sujeta entre el índice y el pulgar, seguía enrollándose en sus dedos.
Filippo y Matteo pescaron en la regadera.
—Ahora cogeré una aún más grande —la desafió Filippo.
—Pero si no pillas ni una —replicó Matteo soltando una fuerte carcajada con un pez en la mano. Mientras tanto, Filippo se agitaba rebuscando en la regadera.
Matteo y la Malnacida se lanzaron cuesta abajo dándose codazos, y no se entendía si competían para atrapar lagartijas o para dejarse arañar por los gatos.
Volvieron con las manos llenas de colas y extendieron los brazos para comparar las heridas y hablar de ellas entre sí.
Filippo, en cambio, tenía las mangas de la camisa mojadas y las manos vacías. Se había apartado y daba patadas a las matas de hierbas asustando a los gatos.
—¿Y qué haces con eso?
—Me las guardo —respondió la Malnacida metiéndose las colas en los bolsillos—, como si fueran trofeos.
—¿Dónde?
—Debajo de la cama. En un tarro con vinagre. —Se pasó un par de dedos sobre uno de los arañazos y se chupó las yemas.
—¿Quieres intentarlo? —me preguntó.
—No creo que sea capaz.
—Tiene miedo. Es una chica —dijo Matteo; escupió la palabra como si fuera un bocado de carne viscosa, de esos que una no logra tragarse por más que lo intente. A la Malnacida no la llamaba así.
—No es verdad, no tengo miedo —repliqué con rabia.
La Malnacida esbozó una sonrisa descarada.
—Demuéstramelo.
—Pero ¿no podemos jugar a otra cosa? —me atreví a decir evitando mirarla.
—¿A qué? —preguntó Filippo, que quizá era el primero que no se divertía jugando a pillar colas.
—No lo sé. A algo sin lagartijas —respondí encogiéndome de hombros—. Podríamos jugar a que ese era el barco y nosotros los piratas, como en las novelas del Corsario Negro. —Señalé un grueso tronco caído de través en la bajada.
—No —zanjó la Malnacida. Y de repente se puso seria y nos fulminó con la mirada.
—¿Por qué? —me atreví a preguntar, pero tenía la boca seca.
—Porque lo digo yo.
—Nunca jugamos a fingir —explicó Filippo, y se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Porque fingir es peligroso —dijo Matteo jugueteando con las colas que tenía en la mano.
—¿Peligroso? —pregunté.
La Malnacida ya no me hacía caso. Miraba fijamente más allá del Lambro y más allá del puente, como si buscara algo que había perdido.
En ese momento las campanas de la catedral se pusieron a repicar. Conté los toques: doce. Doce campanadas y todavía no había comprado los huevos.
Carla no tendría listo el pastel para la hora de comer y mi madre me responsabilizaría a mí. O quizá castigarían a Carla por mi culpa.
—Tengo que irme —dije metiendo la mano en el bolsillo donde guardaba la moneda.
—¿Adónde? —preguntó Filippo.
—A comprar huevos a la tienda del señor Tresoldi —respondí tragando un grumo de saliva. El miedo me oprimía las entrañas solo de pensarlo—. He dejado caer los que había en casa para poder salir —expliqué buscando la aprobación de la Malnacida.
Ella se echó a reír.
—¿Los has roto adrede?
Asentí levemente.
Alzó la barbilla.
—Te acompaño.
—¿No tienes miedo?
—¿De qué voy a tener miedo?
—Del señor Tresoldi. Se acuerda de que le robasteis las cerezas. Sabe que fuisteis vosotros.
—Yo no le tengo miedo a nada.
6
Dejando atrás el puente, caminamos juntas a lo largo de via Vittorio Emanuele. Yo con las manos en los bolsillos, la Malnacida agarrada al manillar de la bici y erguida sobre un pedal. La gente se volvía a mirarnos. Yo no estaba acostumbrada a esa clase de miradas y se me clavaron encima como una costra de roña. En cambio, ella mantenía la cabeza alta y no les prestaba atención.
—Te sale sangre.
—Y qué. —Levantó el brazo y se puso a lamer el largo corte en relieve, hinchado y enrojecido, que iba de la muñeca al codo—. Así escuece menos.
La tienda del señor Tresoldi estaba al final de la calle, tenía el rótulo de metal, anuncios de latas de tomate y los cristales del escaparate opacos debido a una limpieza apresurada hecha con agua y papel de periódico.
La Malnacida apoyó la bicicleta al lado de las cajas de fruta amontonadas delante de la entrada y subió los tres peldaños.
—¿Vienes? —preguntó como queriendo decir: no voy a esperarte.
La alcancé y me obligué a entrar; una campanilla tintineó a nuestro paso. Dentro se percibía el olor terroso de las patatas y había latas apiladas en los estantes más altos y botellas de vino; el aire era húmedo y caliente. De pie, sobre una escalera de hierro apoyada en la pared de la estantería de las mermeladas y confituras Cirio, de la que también colgaba un calendario del duce, estaba Noè, con los tirantes bajados y un bote de mermelada de fresas en la mano. Se giró y suspiró en cuanto nos vio.
—Ya voy —dijo el señor Tresoldi desde la trastienda.
Apareció por la puerta de cristal esmerilado donde rezaba: PROHIBIDA LA ENTRADA. Del otro lado llegaban los ruidos del patio: los ladridos del perro, los aleteos de las ocas. Mientras se acercaba con paso inseguro, iba frotándose los dedos con un trapo ennegrecido.
Cuando llegó hasta la luz empañada que se filtraba por el escaparate nos reconoció. Los ojos se le volvieron duros y finos; tenía las manos anchas, con las palmas cortadas por las espinas de las alcachofas y las uñas sucias.
—¿Qué hacéis vosotras aquí?
Sentía en la boca el sabor ácido de cuando mi madre me hacía tomar magnesia.
La Malnacida me dio un codazo en el costado. Reprimiendo el miedo, dije:
—Tengo que comprar una caja de huevos. De los grandes. Soy la hija de la señora Strada. Me manda mi madre.
—Sé quién eres —replicó echándose el trapo al hombro; luego señaló a la Malnacida—. Y sé quién es esta. Per pinina che la sia, la surpasa el diavul in furbaria.(1)
La palabra diavul me dio miedo.
—Tiene dinero —dijo la Malnacida alzando la barbilla—. Va a pagar los huevos, así que no le queda otra que dárselos.
Abrí el puño y le mostré las cinco liras.
El señor Tresoldi nos escrutó, una larga mirada silenciosa. Estaba segura de que iba a rompernos la cabeza con el cascanueces de hierro que colgaba de un gancho al lado del saco de las avellanas. Sin embargo, se pasó la lengua por los dientes y dijo:
—A los ladrones no les vendo ni el rumiajo de las manzanas. No hay perdón para el que roba, aunque solo sea una vez.
—Y a usted, que le robó la carnicería al señor Fossati, ¿quién le ha perdonado? —repuso la Malnacida de corrido.
El señor Tresoldi bufó por las narices y señaló la puerta gruñendo.
—No volváis a poner los pies aquí o veréis lo que es bueno. Os echaré a las ocas.

Salimos pitando, yo con la cabeza gacha y conteniendo la respiración y ella pateando adrede las baldosas para hacer ruido.
Desde el interior de la tienda, el señor Tresoldi gritó:
—¡Ten cuidado, no te cortes la cola, Malnacida!
Nos paramos justo después de bajar los tres peldaños. Ella sacó la lengua y luego me dijo:
—No llores. Llorar es de tontos y no sirve de nada.
—No puedo remediarlo. —Sorbí por la nariz y me sequé las lágrimas con un brazo—. ¿Por qué le has dicho eso?
—Porque es verdad —resopló—, y los huevos podemos cogerlos solas. Se va a enterar.
—Pero ¿no has oído lo que ha dicho? Que si volvemos nos arroja a las ocas para que nos coman.
—Solo si nos descubre. —Esbozó una de sus malvadas sonrisas. Luego se le contrajo el rostro.
—¿Qué pasa?
Señaló la entrada de la tienda.
Me di la vuelta: Noè estaba de pie en el umbral, con su mata de pelo rizada y oscura, tan encrespada que una podía perder ambas manos si las hundía en ella.
—¿Qué quieres? —le preguntó la Malnacida.
Noè dudó un instante y avanzó hacia nosotras.
—Toma —dijo tendiéndome una caja con doce huevos.
—¿Por qué? —pregunté apretándola contra el pecho.
—Era lo que querías, ¿no? —Se encogió de hombros.
—Gracias.
Sus ojos, del color de las castañas, se clavaron en los míos y me ruboricé. Le tendí la moneda, pero él negó con la cabeza.
—Tengo que volver dentro, si no se enfadará. —Agitó un poco la mano y sonrió a medias antes de cerrar la puerta—. Adiós.
La caja todavía estaba caliente y conservaba su olor, un olor animal, salvaje, a tabaco negro, un olor que, tuve que admitirlo, me gustaba.
—No estoy segura de que podamos fiarnos de él —dijo la Malnacida.

En casa, me miré en el espejo del baño durante mucho rato. Tenía la mejilla enrojecida donde mi madre me había dado una bofetada porque había tardado mucho en volver. También me había estropeado el vestido y me había manchado los zapatos.
—¿Dónde te habías metido, desgraciada? —me gritó a la cara. Pero no respondí.
De pie, sujetándome en el lavabo, solo con ropa interior (el vestido, empapado, goteaba colgado del tendedero de la bañera), me repetía: «No le tengo miedo a nada».
Me puse a observar una rozadura rosa y brillante en el brazo; debí de hacérmela cuando bajaba por la hiedra del muro derrumbado. Estaba orgullosa de esa herida, pero en comparación con los brazos de la Malnacida, llenos de rasguños, no era nada.
«No le tengo miedo a nada», repetía con la barbilla alzada, esforzándome en reconocer en mi cara, que siempre había considerado corriente, los rasgos de ella.
Por una parte, estaba la vida tal y como yo la conocía; por la otra, tal y como ella me la mostraba. Y lo que antes me parecía correcto se deformaba como mi reflejo en el agua de la pila cuando me lavaba la cara. En el mundo de la Malnacida se competía por hacerse arañar por los gatos y el dolor desaparecía lamiéndose las heridas. Era un mundo donde no se podía jugar a fingir que eras quien no eras y si hablabas con los chicos los mirabas a los ojos.
Observaba su mundo parada en el borde del precipicio, pero decidida a saltar. Y no veía la hora de caer por él.

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