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Trail stats

Distance
0.26 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
-1 ft
TrailRank 
25
Min elevation
-37 ft
Trail type
Loop
Time
10 minutes
Coordinates
96
Uploaded
May 1, 2024
Recorded
May 2024
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near El Grao, Valencia (España)

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Itinerary description

El Grao
Paul es guapo y hoy es miércoles

El legendario emperador Yao inventó el juego de Go para iluminar a su hijo, Danzhu.
Yao, descendiente de la diosa Yao-Mu, uno de los cinco míticos reyes-sabios de China, engendró a Danzhu con su concubina favorita, San Yi, quien dio a luz a una criatura despiadada y salvaje. Danzhu veneraba la crueldad más que cualquiera de las diez mil cosas; cuando era solo un niño y los rayos del sol fulguraban a través de las ventanas del Brillo Verde Yang del Palacio de la Luz, arrancaba las alas a los pájaros del Palacio del Este, les extirpaba los ojos con una varilla afilada y los miraba aletear indefensos en el suelo, bailando al son de las pequeñas campanas que amarraba con hilos de seda alrededor de sus garras. Se oponía por completo al orden del mundo y se deleitaba contraviniendo las estrictas reglas establecidas por su padre para garantizar la paz a lo largo de su reino, tan vasto que se asemejaba al infinito. Durante la primavera, cazaba yeguas encinta. En verano, atrapaba y hería a los cervatillos, hasta dejarlos lisiados y deformes, para que fuesen presa fácil de los lobos, el único animal que apreciaba, porque eran tan crueles y desalmados como el joven príncipe. Otoño era su estación preferida. Cuando empezaba la cosecha, se cubría el cuerpo con hojas podridas, salpicaba barro en las paredes blancas de la Sala del Patrón Integral del Palacio de la Luz, y esperaba, ansioso, el inicio de los sacrificios: todos los criminales del reino eran arrestados, junto con los perversos, los enfermos y los dementes, y Danzhu se estremecía de placer mientras observaba cómo los interrogaban y torturaban antes de ejecutarlos. Sus atrocidades alcanzaban el paroxismo durante las noches más negras y frías de invierno, cuando el sol estaba en la Cola; entonces secuestraba a niños y a niñas, atrayéndolos hacia el Salón Oscuro del Palacio del Norte con promesas de oro y comida, y luego los violaba y estrangulaba, dejando sus pequeños cuerpos abandonados a merced de los elementos, para que la nieve los enterrara y los lobos tuvieran huesos que roer cuando llegase el deshielo.
Era una bestia incapaz de aprender a leer, escribir, pintar o tocar el laúd, pero tenía una destreza sobrenatural para los juegos de cualquier especie, ya fueran de azar, pruebas físicas o competiciones mentales, porque era tan astuto y artero como un zorro, y tan hábil con las manos que podía desollar un gato con los ojos cerrados. Yao-Mu, la diosa madre del emperador, le dijo a su hijo que el niño no era en realidad humano, sino un meteoro, y que –como todas las cosas que caen del cielo– era un heraldo de la muerte, un mensajero del mismísimo Emperador de Jade, un castigo dirigido a toda la humanidad para que no nos creyéramos superiores a los dioses. El niño estaba poseído por una ira que lo consumía todo y añoraba la paz que solo la muerte y el vacío pueden garantizar. Era un devoto de la destrucción, un exterminador que no tenía vínculos con nada salvo con su propia gravedad, una estrella que colapsaba sobre sí misma, volviéndose cada vez más oscura, densa y letal. Yao-Mu también reveló al emperador el significado de los extraños símbolos que el niño se había tatuado en la frente, marcas que ninguna sustancia podía borrar: El cielo otorga cien granos a la humanidad. El hombre no ofrece una sola buena obra para recompensar al cielo. ¡MATA, MATA, MATA, MATA, MATA, MATA, MATA!
El emperador era un modelo de perfección moral. Según los Anales de bambú, vivió como si fuese un simple agricultor, sumido en la quietud y el silencio, pero su gracia y benevolencia alcanzaban incluso los rincones más alejados de su imperio, iluminando el corazón de cada uno de sus súbditos. Durante su reinado, el sol y la luna refulgían con múltiples colores, como si fuesen piedras preciosas, los cinco planetas viajaban juntos por el firmamento, al igual que las perlas de un collar, y los aves fénix anidaban en los techos de los templos. Manantiales cristalinos bajaban desde las colinas y fluían por campos alfombrados de verde, y el arroz crecía de forma abundante y copiosa. En Pingyang, la capital, dos unicornios –raro presagio de paz y prosperidad– fueron avistados por primera vez en mil años, entrechocando sus cuernos bajo las flores púrpura de las enredaderas que cubrían el palacio imperial. Pero aquellos maravillosos animales huyeron el mismo día en que Danzhu fue concebido y no regresaron más, porque el niño organizó espléndidas partidas de caza desde el momento en que fue capaz de estirar la cuerda de un arco, expediciones que podían durar meses, pues él había jurado no descansar hasta haber matado ejemplares de todas las especies vivientes, lo que incluía a dragones y unicornios.
Con la ayuda de su madre, el emperador Yao rezó a los Cuatro Reyes Celestiales, a los nueve soles, a la Bendita Reina del Oeste y al mismísimo Pangu, el primer ser vivo de este universo, para recibir su beneplácito y la potestad de dividir el cosmos en una cuadrícula de 19 filas y 19 columnas, creando un tablero con 361 intersecciones, un modelo a escala del infinito mediante el cual se enfrentaría a su hijo primogénito. Mandó llamar a Danzhu y le explicó las reglas de aquel juego, el más sagrado de todos: debían colocar piedras –negras o blancas– en las intersecciones de la cuadrícula, rodeando las de su oponente, para conquistar tanto espacio como fuera posible. El que obtuviera la mayor cantidad de territorio sería el vencedor. Yao puso el tablero en manos del joven y le dijo que, cuando se sintiera preparado, jugarían un torneo frente a todos los dioses y las diosas, las potencias y los demonios, los seres inmortales, las criaturas celestes, terrenas e infernales. El emperador usaría piedras blancas, fabricadas de almejas; el niño, negras, de pizarra.
El vencedor sería el dueño del mundo.
La piedra fuerte

Lee Sedol, la piedra fuerte, maestro de Go 9.º dan, el jugador más creativo de su generación, y el único ser humano que ha vencido a un sistema avanzado de inteligencia artificial durante un torneo profesional, perdió la voz a los trece años de edad.
En 1996, seis meses después de convertirse en jugador profesional de Go, y cinco años después de haberse mudado a Seúl desde la remota isla de Bigeumdo, ubicada en el extremo occidental de la península de Corea del Sur, una rara enfermedad atacó sus pulmones, le inflamó los bronquios y paralizó sus cuerdas vocales, dejándolo no solo mudo –cosa que era de esperar– sino también extrañamente incapaz de leer o comprender ciertas palabras. Nadie pudo esclarecer la causa de su padecimiento, o explicar su afasia, afortunadamente temporal, pero Lee cargó con las consecuencias de ese episodio para el resto de su vida, ya que la enfermedad (si es que realmente fue una dolencia física y no la expresión de una profunda crisis psicológica) dejó sus bronquios y su laringe dañados, de modo que, hasta el día de hoy, Lee habla con una voz de juguete, chillona, aflautada e infantil, como si aún fuera ese niño pequeño que se bajó, solitario y despavorido, del barco que lo trajo a Seúl desde su isla natal. «Mis padres vivían en Bigeumdo, y yo estaba alojado con mi hermano mayor, en Seúl, pero él estaba en el ejército, así que no había nadie que cuidara de mí. Ni siquiera tuve la oportunidad de recibir una atención médica adecuada cuando enfermé», recordó años después, cuando ya era considerado una leyenda viva, durante una de las pocas entrevistas que concedió a lo largo de su carrera, pues se sentía tan avergonzado por su voz que detestaba hablar en público, y lo evitaba siempre que era posible, negándose incluso a participar en las ceremonias de premios de los innumerables torneos que fue ganando, uno tras otro. Lee se convirtió en uno de los maestros de Go más admirados de la era moderna, pero a mediados de los noventa todavía era un niño prodigio de trece años bajo una enorme presión: practicaba doce horas al día en la Academia Internacional de Go de Corea, fundada por Kweon Kab-yong, un profesor de renombre que entrenó a muchos de los mejores jugadores del país. Kweon había reconocido de inmediato el talento del chico de Bigeumdo, después de verlo ganar el 12.º Campeonato Nacional de Go Infantil, organizado por la empresa de confitería y alimentos Haitai, en 1991. Lee fue el ganador más joven en toda la historia de ese torneo –tenía solo ocho años–, y durante la competición demostró el estilo salvaje, violento e impredecible que lo volvería famoso. El maestro Kweon había entrenado a miles de aspirantes a lo largo de su carrera, pero sintió que había algo muy diferente en ese chico delgado, de orejas grandes y ojos de gato capaz de derrotar a profesionales que llevaban veinte años en el circuito, razón por la cual decidió invitarlo a vivir en su casa: «Recuerdo su cara redonda, sus ojos marrones y oscuros, y los quince pelos que le crecían encima de su labio superior. Como venía de una isla, era tímido y trataba de desviar la atención de sí mismo. Pero él era diferente a todos los otros niños. Sus ojos brillaban con una luz distinta».
Lee Sedol había aprendido Go de su padre, un apasionado jugador amateur que enseñó el juego a todos sus hijos e hijas, incluso antes de que supieran leer o escribir. Lee era el menor, pero superó rápidamente a sus hermanos y hermanas; ni ellos ni su padre pudieron ganarle una sola partida después de cumplir los cinco años. Entrenaba los siete días de la semana bajo la tutela del maestro Kweon, y aunque era amable, no podía hacer amigos; sus compañeros de clase –asombrados por los milagros que era capaz de hacer sobre el tablero de Go– lo envidiaban, pero se reían de él sin cesar, burlándose de lo ingenuo que era: lo apodaron «el chico de Bigeumdo», porque tenía tan poco mundo que cuando llegó a Seúl, cargando nada más que un hatillo de ropa y una mochila de peluche en la espalda, les preguntó, sin un asomo de ironía, en qué tipo de árboles crecían las pizzas. Lee era el único alumno que vivía en la casa del maestro, pero seguía el mismo ritual de entrenamiento que los demás: despertar al amanecer para estudiar los seis mil problemas contenidos en el manual de su dojo, parte de una tradición que había pasado de maestro a pupilo de manera ininterrumpida durante más de dos mil quinientos años; jugar varias partidas relámpago hasta la hora de almuerzo, y luego sentarse, en silencio, a memorizar, movimiento a movimiento, los campeonatos jugados por los antiguos maestros. De todos ellos, el favorito de Lee era el «juego del vómito de sangre», de 1835, entre el campeón reinante de Japón, Honinbo Jowa, conocido como «el último sabio», y el joven contendiente Akaboshi Intetsu, quien lo había desafiado a un torneo de tres días, el cual acabó con el jovencito de rodillas, tosiendo sangre sobre el tablero tras haber dominado los primeros cien movimientos de la partida final, cuando, según la leyenda, el anciano maestro había colocado tres piedras sucesivas siguiendo un estilo que nadie había visto antes, movimientos tan anormales que varios miembros del público juraron haber visto una presencia fantasmal a la espalda del maestro, como si fuese una segunda sombra; algunos dijeron que había sido el espectro, y no el hombre, quien había colocado las piedras negras sobre el tablero. Esos tres movimientos dieron como resultado una remontada tan repentina y abrumadora que el joven retador no solo perdió la partida y el campeonato, sino también su vida, una semana después, cuando murió ahogado en su propia sangre. La principal fortaleza de Lee Sedol, lo que lo hizo sobresalir frente a todos los demás, era su habilidad para crear movimientos tan audaces como los del último sabio: jugadas impensables que para un ojo inexperto parecerían caóticas, temerarias y mal concebidas, tontas incluso; pero cuando el juego progresaba, se revelaban, poco a poco, como lo que eran: jugadas únicas, fruto de una habilidad que Lee Sedol desarrolló tras pasar tanto tiempo como pudo practicando su don de leer el tablero completamente vacío, mirando hacia el futuro para imaginar los múltiples senderos que se bifurcan a partir de los movimientos más humildes y sencillos.
«Quiero que mi estilo de Go sea algo diferente, algo nuevo, algo muy mío, algo en lo que nadie haya pensado antes», explicó Lee cuando el reconocimiento internacional y su estatus de héroe en Corea del Sur le dieron la confianza para empezar a hablar en público. Para entonces, su talento ya era ampliamente reconocido, pero tanto sus antiguos compañeros de academia, como los profesionales que crecieron compitiendo contra él en el circuito nacional de Go, coinciden en que no fue un jugador excepcionalmente fuerte hasta la muerte de su padre, lo cual ocurrió cuando Lee tenía quince años; solo después de eso comenzó a desarrollar el estilo que se convertiría en su sello y que le valdría el apodo de «la piedra fuerte». Según su amigo Kim Ji-yeong, «su forma de jugar al Go cambió después de la muerte de su padre. Se volvió más bestial, violento y poderoso, más rabioso e impulsivo, mucho menos predecible. Era como jugar contra un animal salvaje, o contra alguien que ni siquiera conocía las reglas más básicas del juego, pero que, sin embargo, lograba dejarte completamente humillado. Nunca me he enfrentado a nadie que juegue como Lee Sedol, ni cuando yo era niño ni desde entonces». Aunque Lee siempre fue tímido e introvertido, nunca fue modesto. De hecho, parecía no poseer un ápice de humildad en todo su cuerpo. Se convirtió en el jugador más joven en alcanzar el 9.º dan, el nivel más alto posible, y lo hizo más rápido que nadie. Sus destellos de virtuosismo, su hábito de provocar a sus rivales antes de las partidas con insultos y burlas para socavar su confianza («Ni siquiera me sé el nombre de ese jugador. ¿Cómo voy a conocer su estilo?»), su petulancia («No creo que pueda llegar a perder») y su incontrolable bravuconería hicieron que se granjeara innumerables detractores, y una multitud de seguidores absolutamente fanáticos. «Soy el más grande, nunca he sido opacado», dijo cuando le preguntaron quién era el mejor jugador del mundo. «Si se trata de habilidades, no estoy por detrás de nadie. Quiero pasar a la historia como una leyenda viva. Quiero ser la primera persona que la gente asocie con el Go. Quiero que mis partidas perduren, que se estudien y admiren como obras de arte.» El riesgo definía su estilo de juego: mientras la mayor parte de los profesionales de primer nivel lo evitaban a toda costa, y trataban de mantenerse alejados de situaciones complejas y caóticas que no podían controlar, Lee las buscaba desde el comienzo, y luego lograba prosperar bajo condiciones enrarecidas que solo él parecía ser capaz de aprovechar. Lanzaba violentos ataques sin ningún tipo de plan premeditado, forzando a sus oponentes a entrar en escenarios de todo o nada, luchas que deberían haber sido desastrosas para él, pero de las cuales podía escapar prácticamente sin esfuerzo, y con tanta gracia y velocidad que muchos de sus rivales se rendían producto de la simple frustración. Aunque entrenaba asiduamente, confiaba en su talento creativo por encima de todas las cosas: «Yo no pienso, yo juego. El Go no es un juego o un deporte, es una forma de arte. En juegos como el ajedrez o el shogi se empieza con todas las piezas sobre el tablero, pero en el Go se empieza con el vacío, se empieza con la nada, y luego los dos jugadores van añadiendo blanco y negro sobre el tablero, y crean una obra de arte. La infinita complejidad del Go, toda su belleza, brota de la nada». Aunque su carácter impredecible lo convirtió en uno de los jugadores más temidos del mundo, a menudo lo traicionaba; se enfurecía a mitad de una partida y perdía su concentración. O se le agotaba la paciencia, de golpe: una vez abandonó la final de un torneo importante cuando recién había comenzado, no porque temiese perder (tanto los jueces como su oponente pensaban que Lee había establecido una posición ganadora), sino porque fue incapaz de tolerar su aburrimiento cuando se dio cuenta de la forma en que iba a terminar la partida. Faltarle el respeto a un oponente de esa forma no era algo común en él, pero sí era famoso por ignorar y subvertir las expectativas tradicionales que la gente tiene con respecto a los jugadores de Go de su nivel. Tampoco se ajustaba a la imagen del venerable sabio oriental: durante su única aparición televisiva en horario de máxima audiencia, confesó, ante una multitud de admiradores incrédulos, y frente a un presentador aún más estupefacto, que era un fanático rabioso de las telenovelas populares como Goblin y Touch Your Heart, las cuales veía de una sola sentada, al doble de la velocidad normal. Cuando le preguntaron sobre qué le gustaba hacer durante su tiempo libre, Lee respondió que solía pasar días enteros escuchando Oh My Girl, la banda femenina de K-pop, cuyas canciones «Remember Me» y «Secret Garden» tarareaba para sí mismo una y otra vez, lo que sacaba de quicio a su esposa, Kim Hyunjin, y avergonzaba a su pequeña hija, Lee Hye-rim, la única persona del mundo a quien Lee amaba tanto como al Go. Sus millones de admiradores apenas podían creer que la misma persona que había creado una jugada tan alucinante como la «escalera rota», que usó contra Hong Chang-sik en 2003 –contraviniendo siglos de tradición y sabiduría que señalaban, claramente, que ese tipo de formación, en la cual un jugador persigue al otro por todo el tablero, era un error de principiantes que garantizaba una derrota segura–, se pasaba las tardes escuchando a un grupo de seis chicas que coreaban canciones de amor y saltaban por el escenario vestidas con diminutas minifaldas. Para Lee Sedol, jugar al Go era como respirar, un proceso continuo que no podía detener: «Siempre pienso en Go. Hay un tablero de Go en mi cabeza. Si se me ocurren nuevas estrategias, coloco piedras en el tablero de mi cabeza, incluso si me emborracho, veo la tele o juego al billar». Cuando le preguntaron si acaso se arrepentía de haber desperdiciado su vida al dedicarla por completo a un juego, o si estaba realmente preparado para los desafíos que tendría que enfrentar al final de su carrera, ya que no tenía ninguna educación formal y ni siquiera había terminado la escuela primaria, Lee respondió que el Go era, ante todo, una forma de entender el mundo: su infinita complejidad era el mejor espejo de cómo funcionaba nuestra mente, mientras que sus acertijos y laberintos, aparentemente insondables, lo convertían en la única creación humana capaz de rivalizar con el orden, la belleza y el caos de nuestro universo: «Si alguien fuese capaz de comprender el Go totalmente –y con eso no me refiero solo a las posiciones de las piedras y la forma en que se relacionan entre sí, sino también a los patrones ocultos, prácticamente imperceptibles, que surgen por debajo de esas formaciones cambiantes–, creo que sería lo mismo que entrar en la mente de Dios». Alcanzar la comprensión más profunda posible era algo primordial para Lee, algo que iba mucho más allá de ganar o perder: no dejaba de pensar en una partida de Go hasta que había entendido todos los movimientos, los suyos y los de su rival. Según el jugador de Go y presentador de televisión Kim Jiyeong, «una vez, él y yo bebimos hasta las dos de la madrugada, pero después de eso me invitó a su casa, tan borracho que se caía al suelo, para analizar una partida que acababa de ganar, y volvimos a colocar todas las piedras, blancas y negras, porque, aunque había vencido, me dijo que le molestaba una jugada en particular (¡hecha por él mismo!) que no comprendía del todo».
A los treinta y tres años, Lee Sedol ya había ganado el segundo mayor número de títulos internacionales en toda la historia del Go, y era considerado un virtuoso del más alto calibre. Durante más de una década, dominó por completo el circuito mundial, obtuvo dieciocho títulos internacionales, fue campeón de treinta y dos campeonatos nacionales y ganó más de mil partidas de Go. Venerado en Corea del Sur, se convirtió en uno de los atletas mejor pagados del país. «Lee Sedol es un genio del siglo. Ahora, cuando miro hacia atrás, estoy orgulloso de él. Y estoy orgulloso de mí también», recordó su mentor, el maestro Kweon, a comienzos de 2016, absolutamente convencido de que no había nadie en el planeta que pudiese vencer a su pupilo.
Y justo en ese momento, cuando Lee Sedol estaba en la cima de su carrera, fue desafiado a jugar un campeonato de cinco partidas contra un sistema de inteligencia artificial: AlphaGo.

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