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Trail stats

Distance
0.32 mi
Elevation gain
3 ft
Technical difficulty
Easy
Elevation loss
3 ft
Max elevation
14 ft
TrailRank 
24
Min elevation
0 ft
Trail type
Loop
Time
8 minutes
Coordinates
99
Uploaded
April 1, 2024
Recorded
April 2024
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near El Grao, Valencia (España)

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Itinerary description

El Grao
Ñ

En cuanto a Paula... Sabemos que cuando llegó a la estación de Atocha el último tren estaba ya a punto de partir. Nada extraño, por otra parte, porque ella siempre iba con prisas, siempre trotando de acá para allá, como si fuese a la contra del mundo y se apurase a cada instante tras un último tren. Y siempre además con cosas en las manos. Ese era al parecer el sino de su vida: pies ligeros y manos ocupadas. Como si huyese de una casa en llamas salvando unas pocas, imprescindibles pertenencias. O mejor dicho: salvando los primeros, incongruentes objetos que encontró al paso. Así de absurda, así de agobiante había llegado a ser su vida. Casi con esas mismas palabras nos lo contaba ella, y con unos gestos y una voz tan graciosos y llenos de encanto que, a su modo, y al igual que en el caso de Tito, eran también inolvidables.
Y ahora corría por el andén —ya latía en el aire la inminencia de lo irremediable—, y los viajeros acercaban los ojos entornados a las ventanillas para ver pasar aquella figura menuda y bonita que iba dejando tras de sí, como una banderola al viento, el vuelo ondulante del abrigo, de la bufanda y de su odiosa coleta rubia (por las mañanas llevaba siempre el pelo suelto, pero por la tarde, con el cansancio y el desánimo, y cuando ya todo le daba igual, se lo recogía furiosamente con una goma: furiosamente, sí, porque aquello era como una especie de venganza contra sí misma y contra el mundo), abrazada a sus cosas (la mochilita con el táper del almuerzo, el cuaderno de dibujo, el bolso, el paraguas, los guantes, unos sándwiches que había comprado para la cena, un libro —El juego de Gerald, de Stephen King—), y espoleada y perseguida en su carrera por los golpes rítmicos de sus propios pasos sobre el suelo mojado. Porque estaba lloviendo. Era una de esas lluvias menudas y heladas de invierno, sesgada además por el viento, uno de esos días en que las calles se quedan desiertas al atardecer y los campos aparecen desolados y más tristes que nunca.
En el vagón, que iba casi al completo, había un ambiente de sueño, de fastidio, de desilusión. Siempre era así, y más en aquel último tren, en que los viajeros regresaban a casa tras un día agotador. Parecían supervivientes de un ejército derrotado. No había más que verlos. Unos dormitaban, otros se removían sin provecho, otros se hurgaban la nariz o se miraban las uñas, otros rezongaban, hablaban solos, extraviaban la mirada en el aire. Paula pasó entre ellos sin apenas mirar, pero fue a fijarse, y sonrió, en una mujer joven y una niña que leían un libro infantil con las cabezas juntas, y cómo la niña iba señalando sílaba a sílaba las frases con el dedo.
Apenas se acomodó en el asiento, el tren se puso en marcha. Mientras acompasaba la respiración, miró por la ventanilla y vio pasar el caótico y mísero paisaje de las afueras ferroviarias. Almacenes, naves industriales, ventanas con los cristales rotos o cegados de polvo, montones de chatarra y de escoria, piezas de desecho, vías muertas con locomotoras y vagones muertos cubiertos de grafitis, un poblado de chabolas, un niño sucio y desabrigado viendo pasar el tren con un asombro ya amansado por la costumbre. Como todos los días, vagamente se sintió identificada con esas tristes perspectivas. ¿No era un poco así también su vida? Y enumeró: una juventud arruinada, un matrimonio absurdo (esa era la palabra, absurdo), un trabajo odioso, un futuro por delante consabido y vulgar, y la culpa y la rabia contra sí misma por haber desperdiciado su vida sin llegar apenas a vivirla. Pero se obligó a apartar de su mente esos pensamientos, y enseguida, en cuanto aparecieron los primeros suburbios, y se ensanchó el horizonte y el tren tomó velocidad, abrió el libro y se puso a leer.
Pero era inútil, no conseguía concentrarse en él. Era una novela de terror, y ya bastante terror había en su vida como para dar crédito a los ajenos. Trabajaba en una cadena de embalaje y había sido una jornada dura, como todas, y los recuerdos fragmentarios de lo vivido venían a mezclarse con las frases del libro, formando en su mente un desvarío enloquecedor. Entonces se sintió cansada, muy cansada, pero no ya de ese día sino de más atrás, un cansancio de años, de siglos acaso, como si por un momento se hubiese encarnado en ella el cansancio inmemorial de la especie, que la fue hundiendo en un sueño beatífico y liberador. Sin embargo, aún hubo un instante de lucidez para elevarse con la memoria y la imaginación hasta ver desde lo alto, imparcialmente, el panorama entero de su vida. Hizo pasar ante sus ojos la secuencia veloz de sus casi cuarenta años, de delante hacia atrás, hasta detenerse en el día en que, siendo muy niña, en una sesión de magia la hicieron desaparecer del escenario tras ocultarla en una capa carmesí. Aquello fue un gran éxito, y la aplaudieron con ganas cuando reapareció radiante al fondo del patio de butacas, ¡oooh!, iluminada por un foco, y luego todos le preguntaban cómo era el truco, y ella se hacía la importante y, aunque en realidad no se había enterado de nada, solo que la llevaban a oscuras y en volandas, decía que ni bajo tortura rompería el juramento que le había hecho al mago de no revelar jamás aquel secreto.
Esa era una de las pocas cosas llamativas que le habían ocurrido en la vida, además de una infancia feliz, de un maravilloso pero efímero amor de adolescencia, y de algunos otros episodios triviales y dispersos... Fuera de eso, lo demás era casi todo gris y rutinario, lo que le pasa a todo el mundo, lo que se va olvidando según se va viviendo y que, en el caso de recordarse, no merece tampoco la pena ser contado. ¡Qué absurda, qué absurda era la vida! Ya se lo habían advertido en los viejos tiempos, pero ella tenía entonces demasiadas ilusiones como para creer en historias verídicas de monstruos. Sintió de nuevo el asombro, o más bien el espanto, de tener casi cuarenta años y de no haber hecho nada memorable en la vida, y de llamarse Paula y de sonreír cada vez que oía ese nombre. Qué raro era todo. Repitió varias veces su nombre, en diversos tonos, y entre eso y el traqueteo del tren, se quedó finalmente dormida, desapareció de la realidad, como cuando el mago le echó por encima su capa carmesí.



Ernesto Gil Pérez (Tito para más señas o, como mucho, Tito Gil) entró en el bar restaurante Pino al anochecer de un domingo de enero, unos dos meses antes de la llegada o, más bien, de la aparición de Paula, y estas dos figuras, y los hechos que ocurrieron en ese tiempo, son la materia principal de esta historia. Todo esto y más sucedió entre el invierno y la primavera del año 1994, en San Albín, o solo Montealbín, que de las dos formas se le puede llamar a este lugar, o más bien se le llamaba, porque hace ya tiempo que está abandonado de Dios y de los hombres, como tantos otros de por aquí, de estas sierras pobres de la periferia de Madrid, lindantes ya con Guadalajara y con Segovia, y que tuvieron, aunque cueste creerlo, sus tiempos de esplendor. Y el último, y sin duda el más grande, de esos esplendores, sobrevino precisamente durante esos meses, y con aquella magnífica, deslumbrante explosión, y después de tantos siglos de historia, se extinguió definitivamente este lugar.
Entró, pues, en el bar, pidió una caña y unos cacahuetes, y los cinco o seis parroquianos que estábamos allí, agrupados al fondo, nos volvimos a una con un repente de extrañeza en la cara. En parte por la sorpresa, porque aquí eran raros los forasteros, y menos aún a aquellas horas, en que solo quedaban los últimos y tristes rescoldos de la festividad, pero sobre todo nos volvimos por su voz, por la prodigiosa música de su voz. ¡Había que oírla! Era una de esas voces que solo se escuchan, y muy de tarde en tarde, en el teatro o en el cine, o quizá solo en sueños, y en el silencio que se hizo, él miró a los presentes, sonrió con una sonrisa licenciosa de sátiro, porque algo de sátiro había en él, y dijo: «Señores, amigos, buenas noches». Le contestó a coro un murmullo unánime y confuso.
Así fue como vimos a Tito por primera vez, y cabe decir que de una vez por todas, porque su figura era tan peculiar, que con verlo una vez quedaba visto para siempre. Le pusieron la caña, y él acercó la boca al borde del vaso y sorbió de la espuma. Luego se echó a la boca unos cacahuetes y allí anduvo a vueltas con ellos, porque le faltaban algunos dientes y no atinaba bien con los mordiscos. Era más bien bajo, no retaco pero sí bajo, de piernas cortas y ligeramente arqueadas, y tenía unas barbas espesas y agrestes, ya algo canosas, y el pelo enmarañado, y todo él daba una impresión de descuido, incluso de desidia. Vestía (y durante toda esta historia, salvo en algunos momentos estelares, vestirá así) una especie de zamarra, chaquetón o tabardo, una prenda de abrigo vieja e indefinida, a juego con los zapatos, anchados por el uso, con las punteras bizcas, y para los cuales ya no regían términos como el color, la suciedad o la limpieza, unos vaqueros con culeras, la camisa mal abrochada sobre el pecho peludo... ¿Cómo decir? Parecía vestir de vagabundo o de borracho. Y, sin embargo, había algo en él que desmentía esa imagen un tanto desastrada y le otorgaba un aire de dignidad e incluso de elegancia, de hombre culto y mundano, con personalidad y seguro de sí. No, tras aquella primera impresión de desidia había algo más: la orgullosa persistencia en sí mismo, y el sello espontáneo de un estilo propio. Sus facciones eran elementales, como dibujadas por un niño o un artífice primerizo con aplicación y esmero, incluso con obstinación, pero con cierta tosquedad, y todas juntas daban un rostro noble y primitivo, y atractivo a su modo, y desde luego original. Sus ojos de un azul desteñido ponían una nota de candor en aquel conjunto apasionado y borrascoso.
Se había instalado al otro extremo de la barra, y allí estuvo con sus cacahuetes y su caña y sus mordiscos extraviados hasta que de pronto dejó de masticar, se echó atrás con un respingo de asombro y, muy poco a poco, rascándose la barba, se fue acercando a nosotros, pero no mirándonos, sino haciendo memoria con los ojos entrecerrados y fijos en lo alto, en una fotografía mural que cubría la pared del fondo, antigua, en blanco y negro, y donde se veía a una multitud haciendo pasillo en las aceras a cinco o seis personajes que avanzaban por el centro de la calle vestidos a lo medieval, y en cuyo primer plano aparecía un niño ataviado con una túnica blanca y con las manos implorantes tendidas a lo alto (a las divinas alturas, se entiende), al tiempo que declamaba algo, una plegaria o un lamento, porque tenía la boca abierta y se le veía la dramática elocuencia del discurso en la cara.
«Milagro y Apoteosis de la Santa Niña Rosalba, abril de mil novecientos cincuenta y ocho», dijo, más para sí mismo que para los demás, y se quedó como maravillado, concentrado en lo remoto del recuerdo, con la mirada ya fuera del espacio y, como quien dice, hecha ya tiempo. Y entonces irguió la figura y adoptó la misma pose patética del niño y recitó una larga tirada de versos, que todos nosotros conocíamos, y que algunos incluso sabíamos de memoria. Era admirable lo bien que recitaba, el poderoso timbre de su voz, la nitidez de la dicción, el tono tan grave, y tan profundamente emotivo, aquello era el verbo hecho música, y entre eso y lo insólito del momento, nos quedamos todos pasmados, y como fuera de la realidad... Y él siguió allí, ante el mural, con los brazos alzados como queriendo tocar lo inalcanzable y el rostro extático, sumido en una especie de trance... Y allí hubiera seguido mucho tiempo, de tan absorto como estaba, si no fuese porque Gregorio Pino, el mesonero, dio con los nudillos un golpe ganador en el estaño de la barra, rompiendo así el ensalmo, y dijo: «Usted me recuerda algo...», y Tito se giró sin prisas (ya en el rostro le iba asomando la sonrisa de sátiro) y el otro achicó los ojos y se le quedó mirando, como haciendo puntería sobre él. «¿Ernesto Gil..., Tito...?», pronunció, sílaba a sílaba, dudoso, como especulando. Y bastó oír ese nombre para que todos, ese día y otros días, y no solo los viejos sino también los jóvenes, que solo lo conocían de oídas, porque algo de los ecos de la leyenda había llegado a ellos, supieran que Tito, el pequeño Tito y el gran Tito, estaba allí de nuevo, salido como un espectro de las nieblas del tiempo.
Y era él, en efecto. Unos más y otros menos, todos conocíamos su historia, o más bien lo que fue el principio de una historia que auguraba mucho y que se quedó en poco, o acaso en nada, en solo una promesa o un bosquejo, pero que fue suficiente para forjar la leyenda, una leyenda modesta e inconclusa, como era propio de este lugar a trasmano del mundo, donde nunca ocurría nada excepcional o memorable.


Sí, 😊 ñ.


Au, cacau
Ay
Hay
Ahí

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